No hay curiosidad que se resista a la intimidad de una pareja que se levanta con el poder en la legaña, que desayuna una ración de estrategia y sale a la calle repartiéndose las fichas del Monopoly. Ocurría con los Kirchner: él, ese hombre de nariz cyrana que se sabía reír para dulcificar su ambición. Ella, acribillada por asuntos menores como el color de sus trajes o el bótox. En los últimos años de su vida, Néstor cumplió dos papeles a la vez, el de consorte de la presidenta Cristina Fernández y el de presidente en la sombra. Hasta que uno de los dos lóbulos que componía el poder se paralizó, rompiendo la cadena que podía perpetuarles en la Casa Rosada.
Los Clinton constituyeron otro tándem que ha sobrevivido a un cambio de siglo. En la radiografía del matrimonio, curiosamente él emerge como un ser dialogante y abierto, chistoso e inspirado, con caracteres más femeninos que los de ella, de quien trascienden su firmeza y sus pantalones. Más ejemplos: los Musavi en la oposición iraní —ella, Zahra, responsable de la acallada revolución verde—, o el presidente de Pakistán, Asif Ali Zardari, que llegó al poder un año después del asesinato de su esposa y ex primera ministra, Benazir Bhutto. En España, el fenómeno, que cristalizó en la transición, fue diluyendo su impacto, pero nos dejó a una teniente alcalde que conoce las intimidades del teléfono rojo de la Moncloa: Ana Botella.
El romanticismo, defenestrado en el discurso público pero secretamente exaltado en el privado, se muestra con total decadencia en la proliferación de los llamados «matrimonios políticos». El último de ellos, condenado ya por los biempensantes de Guatemala, ha exhibido una táctica propia de trileros: Álvaro Colom y su mujer, Sandra Torres, se han divorciado para que ella pueda presentarse como candidata a la presidencia, resolviendo así el límite de una ley blindada ante el nepotismo. Afortunadamente, en Japón, informaba Joaquín Luna, la mujer del primer ministro Naoto Kan hacía una brillante anticampaña: «Nunca me volvería a casar con mi marido, es tan incapaz de ejercer de estadista como de hervir el arroz». La tragicomedia exhibe sus colmillos, como cuando se mezclan agua y aceite, alcobas y guardaespaldas.
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