Hace unos días, cuando encendí el teléfono en la aduana del aeropuerto de Nueva York, me encontré un mensaje de mi amiga Cayetana: «Chicas, incineran a Marina a las seis y media… Un minuto de silencio… como si estuviéramos todas juntas en Ibiza vestidas de blanco…». La mayoría de seres humanos hemos comprobado en diversas ocasiones que el asombro y el horror forman una pareja paralizante. No hay pensamiento que puedas leer con claridad. Pajarracos cruzando la oscuridad, el aturdimiento antes que el dolor. El azote de la muerte. Marina se había criado en los campos del Aljarafe, en Sevilla, rodeada de animales. Era artista plástica, escribía versos, tenía los ojos azules, treinta y cuatro años. Ingresó por un cólico nefrítico, y al cabo de una semana, un cáncer linfático, la mató. Hasta entonces había sido una mujer saludable, hermosa. Leía a Cernuda y compraba libros viejos, buscando su lugar en el mundo.
Con su mayor dentellada, cruento e impaciente, el cáncer sesgaba de cuajo toda una vida por delante. Dicen que uno de cada dos individuos padeceremos algún cáncer a lo largo de la vida. Todos tenemos alguien cercano que lo ha padecido. Ahí está incluso su teléfono en la agenda, aunque ya no esté, incapaces como somos de borrar su huella.
Ha hecho bien Aguirre en su declaración pública sin eufemismos. Hay que prevenir. La ciencia acelera, veloz, y puede ya con gran parte de la bicha. Para aquellos a quienes les pasó por encima, que ahí quede, entre la parálisis y el dolor, la pluma de ángel.
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