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Desde una casa de recuperación

No hay candados, pero su puerta principal se cierra con llave. El vestíbulo, diáfano, con amplias cristaleras que dan a un patio arbolado, anuncia que allí se vive para conjurar la penumbra. La mayoría de «residentes» llegan paralizadas, confundidas. Mujeres de ojeras negras como surcos, sin metáfora alguna. Durante largo tiempo se perdieron de sí mismas extraviando su nombre. Qué diferente es hablar de los malos tratos desde la pantalla del ordenador, a hacerlo desde una casa de acogida —mejor dicho, un centro de recuperación— para ver reflejado en el espejo de la realidad ese asunto complejo y trágico que golpea al mundo. Un fenómeno global que atenaza la intimidad y pervierte la esencia del amor. Lo comprobamos la semana pasada acompañando a Carles Francino, que quiso retransmitir un programa desde un centro de mujeres maltratadas. El equipo de Hoy por hoy improvisó un estudio en la pequeña biblioteca y por un día los pasillos de la casa parecieron más cortos.

Francino, además de oficio, rigor y voz, posee una exquisita calidad de piel. Y escucha más allá de las palabras mientras reparte juego. No es fácil hacer radio cuando te rodean veinticinco mujeres que se preguntan por qué tienen que permanecer ocultas mientras gran parte de sus maltratadores sigue con sus rutinas. Después de haber conseguido sobrevivir (mejor llamarlas supervivientes que víctimas), deben arrastrar la pesada carga del vía crucis judicial, un camino no tan fácil como muchos piensan. También estaban allí algunos de sus hijos, testigos de la permisividad con la que se instalaron las palizas que sufrieron sus madres. Del ejercicio de la violencia como un sistema de control.

A día de hoy, en los institutos o en las paradas de metro hay chicos que consideran la agresividad como un atributo viril. Tíos duros y atractivos, dicen. Y chicas que mueren por sus huesos. Los informes de Igualdad y del Injuve aseguran que un 20% de las jóvenes justifica las actitudes sexistas. Bien diferente será cuando la expresión de la conquista, prendida de un brutal equívoco, cristalice su ansia de posesión en un bucle de dependencia. Una adicción mortal. Quienes la superan deben hacer terapia hasta que consiguen desprogramarse. En las paredes del centro se leen frases escritas a mano: «Él me aleja de mis hijos. Todo lo hago mal, todo es culpa mía. Su violencia es mi rutina, pierdo mi identidad, no sirvo para nada». Enero ha sido un mes sangriento. Siete mujeres no han sobrevivido a esta violencia gratuita. Quedan sus hijos, excepto Carlos, 16 años, que también murió a manos de su padre. Hay que dejar de afrontar el tema como una rutina: «Otra víctima más de los malos tratos»; abordarlo como sólo se puede hacer en una civilización que abraza el progreso. Y reducir con urgencia la brecha que separa a los animales racionales de los irracionales.

La Vanguardia

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. Qué acertado acabar con la rutina informativa de la violencia. Debería ser excepcional que en un país democrático mueran seis mujeres en un mes a manos de sus parejas. Personas que, supuestamente, las amaron en algún momento. Qué terrible vivir con miedo, ese miedo espeso y empalagoso, que las perseguirá siempre. Eso, creo, duele aún más que las heridas.

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