Es cierto que se nos ha educado a medir bien la compasión. Su exceso no es un atributo viril; ya los griegos alertaban que suponía un fallo de los espíritus débiles que no soportan los excesos de desgracia. Por ello resultan tan interesantes los primeros movimientos de la recién nombrada presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, una mujer definida como dura y pragmática que, sorprendentemente, ha declarado que gobernará «con cariño de madre». En su investidura, sus once compañeras guerrilleras con las que permaneció tres años en la Torre de las Donzelas de la cárcel de Tiradentes se sentaron en primera fila y la aplaudieron cuando afirmó que de aquel periodo no mantenía «ni arrepentimiento, ni rencores». La misma línea que definió la posición moral de Michelle Bachelet durante su presidencia: perdón sin olvido en aras del reencuentro de la sociedad.
El prodigioso devenir de la historia ya nos ha acostumbrado a descubrir su reverso, como un calcetín. En su periplo desde la extrema izquierda hasta la socialdemocracia, Rousseff ha demostrado ser una buena gestora. Brasil posee una potente carta de presentación: un crecimiento del 7,5%, y el octavo lugar como economía mundial, puesto que hace apenas dos años ocupaba España. Pero, aun así, los meninos da rua siguen sumidos en la pobreza extrema contra la que Rousseff quiere emprender su lucha «más obstinada»: un plan de choque siguiendo un modelo de gestión similar al exitoso PAC —proyecto de aceleración del crecimiento—. Su primera medida es altamente simbólica, y en ella se recoge su capacidad de compasión, pero sobre todo la evidencia de que, en política, hoy priman la convicción y la eficacia. La convivencia del progreso acristalado de São Paulo con las favelas del Corcovado es un asunto difícil de digerir a pesar de la costumbre. Y ahí está Dilma Rousseff, sin rencores ni contriciones, dispuesta a gobernar Brasil ahora que la vida para ella ha aflojado.
Esto me toca de cerca, pensé apenas terminé de leer este artículo. Pero no sé.
Desde que en el cono sur de américa latina, la representación de la voluntad popular amalgamada con los poderes facticos se vio abordada por mujeres presidentas, con mayor o menor intervención de nuestro característico populismo me asaltó la inquietud de estarme perdiendo algo verdaderamente distinto. Genuino y especial.
Siempre percibí como un asunto de mayor relevancia, la sensación de estar a menos de diez horas de Paris por tierra y a dos de Londres por avión . Más que al subyugante refinamiento europeo, más que a Danton y a Cronwell, a Rabelais y a Yeats, creo deberselo a Gaisbourg y a Richards. Pero sinceramente Joana, mucho a Beauvoir y a Wolf. Y hoy, ni más listo, ni menos burgués, debo admitir que me estoy perdiendo algo de lo que me gusta mucho, del otro lado del océano.
Esas mujeres al poder!, cuanto daría por ver algunas caras que conozco bien, cada vez que promulgan una ley eficaz o cuando derogan algunas burradas que nuestros anteriores mandatarios supieron firmar.
Juana Azurduy, y Victoria Ocampo tomaron las riendas, mucho más sofisticadas y cercanas al mejor París que lo que yo estuve jamás. En ese sentido, no puedo negar que me toca muy de cerca.