A menudo nos olvidamos que EEUU es un país construido por oposición: contra los indios, la metrópoli británica, la confederación, e incluso contra sus propios líderes. Detrás del atentado de Tucson pesa de nuevo la sombra del magnicidio, un fenómeno que, con los asesinatos de Lincoln, Garfield, McKinley, Kennedy o incluso Luther King y los atentados contra Roosevelt, Truman, Ford o Reagan, evidencia una vez más —más allá de delirios conspiranoides— la exaltación de la violencia para marcar territorio. Gabrielle Giffords tan sólo es una congresista, una blue-dog, como se denomina a los demócratas a la derecha del partido, partidaria del derecho a llevar armas como tradición pero también de la investigación con células madre y del aborto. Desde que apoyó la reforma sanitaria de Obama y se desmarcó de la ley de inmigración que criminalizaba a los sin papeles, dejó de ser persona grata. Claro que esa matanza, con niños por medio, es un asunto complejo que no se puede despachar acusando al Tea Party de autor intelectual. Pero Sarah Palin y sus colegas dibujaron varios puntos de mira sobre el país y algunos políticos rivales, uno de ellos sobre la cabeza de Giffords, alentando los bajos instintos de sus acérrimos seguidores.
Tucson reúne todos los ingredientes de los lugares de frontera, palmeras e higos chumbos en el primer asentamiento del hemisferio norte, la antigua ciudad bautizada por los indios pima como schookson, «primavera al pie de la montaña negra», allí donde Hollywood recreó su Lejano Oeste. Las balas disparadas en el corazón de la montaña negra, fueran obra de un enfermo mental o no, arrastran un espíritu polvoriento y nos alertan, desde la primera potencia mundial, de la defensa a ultranza de un mundo con tabiques, un Fort Comanche.
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