Hoy, a sus 64 años y tras una larga carrera, la artista Marina Abramovic vive un gran reconocimiento internacional. Sus obras e instalaciones pasan por escenas sobre la violencia a las mujeres que se combaten con violencia: ella misma cortando su cuerpo con la hoja brillante de un cuchillo. Ola obra de Cindy Sherman con sus muñecas retorcidas, sanguinolentas y sus mujeres frente al espejo que ya no saben quiénes son. Atrás quedó aquella generación grunge que en los años noventa quiso reeditar el desapego estético como nueva declinación de la belleza, no sólo desprovista de artificios, sino acentuando la cara más desaliñada de la realidad. Ese movimiento encontró en la modelo Kate Moss uno de sus iconos, un ejemplo de personaje camaleónico que ha sido analizado incluso por autores multiventas como Christian Salmon (Storytelling), según el cual, las personalidades capaces de multiplicarse se han convertido en la idea tipo de una sociedad que busca «sujetos capaces de adquirir sin cesar nuevas competencias, una movilidad social y una maleabilidad para adaptarse a un mercado laboral altamente volátil». Justamente por ese razonamiento que he entrecomillado, Salmon tuvo que reconocer su violación del derecho de cita a la profesora Patricia Soley-Beltrán, miembro del departamento de Sociología de la Universidad de Edimburgo, a quien fusiló directamente dichas líneas de un ensayo sobre modelos de feminidad. Un asunto lamentable, y una prueba más de la inmoralidad del copy-paste sin comillas. Pero al margen de plagios, y regresando a los mensajes del marketing llamado hiperreal, ahora nos hallamos con un nuevo golpe de efecto. El de Bernie Ecclestone, el octogenario patrón de la fórmula 1, que hace unos días fue violentamente atacado en Knightsbridge junto a su joven acompañante. A ella le arrancaron los brillantes y a él su reloj, un Hublot Classic Fussion 42 mm (según el acabado, entre cuatro mil y diez mil euros). Lejos de maquillarse o quedarse en casa, Ecclestone cogió el teléfono y llamó a Jean-Claude Biver, director general de la marca, para proponerle una idea: que su foto, amoratado, sirviera para celebrar el trigésimo aniversario de la marca en una campaña publicitaria de choque. El eslogan: «Vean lo que la gente está dispuesta a hacer por un Hublot». De nuevo efectismo y brutalidad pretenden alojar un deseo. Claro que la seducción es supervivencia, pero bien distinto es seducir con un golpe de deseo que con un deseo a golpes.
Un golpe de deseo
Hubo un tiempo en el que se pretendió dar la vuelta al llamado factor aspiracional. «Dejemos de vender sueños», pareció decir la compleja ciencia del marketing, y vendamos realidades. Ahí estaba Olivero Toscani dispuesto a dar una patada directa a la conciencia de los que, al desayunar frente a las fotografías de las campañas de Benetton, se hallaban ante un enfermo de sida moribundo o una joven anoréxica cuyo efecto, entre la compasión y el rechazo, obligaba a desviar la mirada de su cuerpo lacerado por el hambre. El mundo de los demonios siempre ha contado con finos orfebres que desde el arte o la fotografía han explorado las cavernas del dolor, la verdad, la muerte o el deseo. Hoy, el estado de la hiperrealidad contemporánea, esa incapacidad de la conciencia se ha instalado más que nunca entre nosotros, como si la gente necesitara experimentar sentimientos y sensaciones a través de otro. La cartografía existencial es inabarcable y cada época necesita urbanizar de nuevo sus paisajes, rebautizar sus escenarios del mismo modo que cambia el nombre de sus calles, enfatiza nuevos valores e inventa nuevas necesidades ante el asombro de no imaginar cómo habíamos podido vivir antes sin ellas.
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