Saltar al contenido →

La vedette del Govern

Hubo un tiempo en el que la cultura se transformó en la auténtica vedette del poder. La libertad que presupone el acto creativo resultaba el mejor envoltorio para dotar de pedigrí a los despachos administrativos. El talento artístico producía un hechizo inigualable, dotado de un aura magnética, contagiosa y sobre todo estimulante para las gentes deseosas de refinamiento. Eran los días en que los Kennedy organizaban en la Casa Blanca una cena de gala para André Malraux, nombrado ministro de Cultura por el general De Gaulle, banquete recordado por Saul Bellow como el inicio de una nueva era liberada de calzoncillos largos y de puritanismo. Por entonces Francia pretendía erigirse en la nueva Grecia. Pero después vinieron los dineros. Los más críticos advirtieron que las artes y las letras acabarían doblegándose ante los tronos del poder, rindiendo pleitesía para mendigar subvenciones o instalar proteccionismos turbios.

Hay una imagen que hoy me persigue: los fantasmas de Thomas Mann y Luchino Visconti deambulando por el recién clausurado Grand Hôtel des Bains en el Lido. Las arañas de cristal ciegas, el esplendor que antaño simbolizó la más gloriosa decadencia consumido por las goteras y las termitas. El mítico hotel cerró este verano, en silencio, como se hacen estas cosas. Un complejo de apartamentos de lujo se levantará sobre el porche donde la alta cultura veía desvanecerse la tarde veneciana. Hoy, multinacionales del lujo como LVMH o Pinault se erigen en los nuevos mecenas del arte, además de esponsorizar las largas colas en los museos. El impulso privado ha conseguido comercializar la cultura —y a menudo confundirla con el mero espectáculo—, mientras que a la política cultural se le exige corregir el mercado, y por tanto proteger al autor y a las minorías que no aceptan productos adulterados.

Como respuesta a este panorama, la sociedad civil se organiza para promover la cultura desde organismos independientes a la coyuntura política. Ahí está el modelo anglosajón de los Arts Councils. O el Consell Nacional de la Cultura i de les Arts (CoNCA), de quien Ferran Mascarell cuestionó recientemente su transparencia, mostrándose más partidario de un órgano consultivo. El nuevo conseller de Cultura ha sido sin duda la auténtica vedette del recién formado Govern. Y no sólo por la difícil decisión de salirse de filas, ni por la sarkoziana táctica de Mas de integrar y abducir al contrincante. En su nombramiento ha quedado implícita la gran demanda de revitalizar la cultura catalana. Según el informe anual del CoNCA, el sector de las artes visuales es invertebrado, sin estructuras que lo cohesionen. El cine representa un 40% de la producción de todo el Estado, pero ¿quién conoce el cine catalán? El diseño, ese pilar histórico, hoy ha perdido su hegemonía, trasladada a Valencia o Madrid; la música ha quedado mancillada por el caso Palau y la cultura científica es una asignatura pendiente. En cuanto a la literatura, aún se sigue debatiendo qué es literatura catalana. Este es el escenario inmediato para el gran fichaje de Mas. Mascarell es un hombre que no grita, reflexivo, político experimentado y con un buen perfil Linkedin. Hace poco escribía en este diario acerca de la incomodidad de los catalanes respecto a su identidad y al papel secundario dictado por Madrid. Y apostaba por «debatir sobre el modelo y la forma de Estado que Catalunya necesita para salir adelante». Modelo y forma, dos palabras que a partir de ahora deberán tener respuesta desde su conselleria, llamada a garantizar una cultura independiente, muy a pesar de quienes añoran los días en que la cultura era la vedette.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *