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La caja de Pandora

Wikileaks defiende la transparencia. Y lo hace de forma aséptica, higiénica y anónima: a través de una caja electrónica. Sin necesidad de trabajarse a la fuente durante meses, años incluso, y alejando el mito del periodista que a base de whiskies, cigarros y anécdotas persuasivas conseguía extraer esa historia que el mundo necesitaba escuchar para comprender el porqué de las cosas. Esa transparencia crea una mejor sociedad en todo el mundo, se lee en la carta de presentación de Wikileaks, que justifica su inquietante pericia en extender mares de tinta secreta con la necesidad de vigilar y reducir la corrupción para fortalecer los gobiernos y mejorar la salud de la democracia. Los suyos son medios periodísticos vibrantes, sanos e inquisitivos, según su autodefinición. Esa es la clave. No hay que disfrazarse con una chilaba ni pintarse la cara con betún, como Günter Walraff, para obtener una información desde la impostura. No hay que mendigar una noticia ni maquillar la identidad del informador para lograr confidencias que no siempre guardan valor confrontándolas al contexto, porque el periodista no se ha identificado como tal, sino que, en nombre de la verdad, ha mentido para conquistarla. «Actualmente hacer de periodista significa hacer de confidente de alguien, apoyarse en la propia vanidad, ignorancia, soledad, buscar una confianza que no merece, para después estar dispuesto, por pura profesionalidad, a traicionarla», precisaba Furio Colombo al reflexionar acerca de la inmoralidad del oficio.

Wikileaks ha sofisticado las filtraciones, y sobre todo las ha alejado del debate moral. Nada que ver con papeles aunque se le sigan llamado papeles a las informaciones de contrabando. Sólo pantallas, atajos cibernéticos por los que ciudadanos con información privilegiada y hackers deseosos de hacer algo útil para la comunidad sirven en bandeja de plata la letra oscura con la que se escribe la historia. Desde las brutales torturas hasta las investigaciones que el Gobierno reclama sobre distintos líderes, así como las presiones para liberar a sus presos favoritos, la mayoría de ellos traficantes de armas, esta nueva caja de Pandora cubre todas las expectativas sobre la sociedad paranoica, escaneada y vigilada que nos rodea.

Pero en este outing, lo que queda verdaderamente al descubierto es el papel actual de la diplomacia, tan teñida de venerabilidad. Sir Henry Wotton, un célebre diplomático británico, decía que un embajador era un hombre honrado a quien se envía al extranjero a mentir por el bien de su país. La diplomacia, en la antigua Grecia, se limitaba a una credencial; el mito de Hermes presentaba al primer embajador del Olimpo como encantador, zalamero y tramposo, intermediario entre el mundo superior y el inferior. En el Renacimiento hubo embajadores célebres y exquisitos: Dante, Petrarca, Boccaccio o Maquiavelo. Y con la llegada de la modernidad, la convención de Viena y la Chatham House Rule imponen el diálogo, la confidencialidad y el off the record: uno puede recoger una información pero nunca citar al informador, revelar las fuentes. El caso es que las fuentes han desnudado a la diplomacia, según la RAE «cortesía aparente e interesada» o «habilidad, sagacidad o disimulo». Justo lo que no ha sido el servicio diplomático de Estados Unidos. Cuando el bótox de Gadafi, las orgías de Berlusconi, la salud mental de CFK o la ambición de Sarkozy ocupan la atención de los servicios secretos, no hay duda de que la rosificación de la alta política alcanza cotas miserables. Puro cotilleo por parte de diplomáticos llamados a ser espías, mientras los verdaderos espías se dedican a chantajear a la justicia.

(La Vanguardia)

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