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Crónica de Fin de Año

En el discurso público, 2010 será el año en el que se ha resquebrajado profundamente el Estado de bienestar. Cierto es que varios de sus parámetros han variado gracias al progreso, como el aumento de la esperanza de vida o el derecho de los inmigrantes a la sanidad y educación públicas. El paradigma liberal de la desregulación nos ha arrastrado hacia lodos espesos, además de desintegrar idearios comunes que ahora tiemblan ante aquello que la izquierda siempre denuncia cuando entra en crisis y busca un nuevo relato: la política del miedo. En verdad el miedo esta ahí, agazapado en la esquina, midiendo, en clave borgiana, el tamaño de nuestra esperanza, pero no es un miedo ideológico sino un dolor difuso.

Los estudiantes ingleses se han convertido en la espina del poder: salen a la calle para protestar por el recorte sangrante de servicios públicos y becas. «Enarbolar la idea de nueva política y reclamar el fin del duopolio de los viejos partidos han hecho, por un tiempo, a Clegg más popular que Churchill, pero en política es peligroso pretender poseer la autoridad moral», leo en The Guardian, que acaba de seleccionar 20 cosas que aprendimos en el 2010, entre las que destaca la constatación de que «la nueva política es la política de siempre». Las herencias del linaje se sacuden el polvo del desván, dispuestas a abrir una amplia brecha entre los nuevos ricos y los nuevos pobres. El centro americano se desploma, y a Obama parece faltarle el aliento para combatir a las bolsitas de té mientras aumenta el número de videntes por todo el mundo. El progreso combate la magia: desde cápsulas de café con retrosabores hasta la vida artificial investigada por Craig Venter. No es cierto que todo esté inventado. El individuo hoy es un auténtico portátil, con una biblioteca a cuestas en su iBook y una hemeroteca en su iPad, pero, a pesar de su aparente autosuficiencia, nunca se había generado tanta bibliografía acerca de la felicidad. O al menos su búsqueda.

Todo esto sucede en el mundo de afuera, mientras estos días la gente se reúne alrededor de una mesa, consciente más que nunca de la idea de territorialidad, no la del terruño ni la de la identidad grupal, sino la que protege de la intemperie. Hoy en las casas ya no se nace ni se muere, ni se hace pan. Su función es mucho más uterina: un búnker para aislarse de la incertidumbre. Heidegger analizó la etimología del término wohnen (habitar) para concluir que sus connotaciones eran mucho más profundas que el simple detenerse latino (morare, manere, stare), y que presuponía una condición anhelada: estar en paz. Ese es el deseo plasmado en una colección de pequeñas rutinas que estos días interpretamos puertas adentro. La casa, el hogar, la familia, conjurados con el bálsamo de la tradición para representar ese lugar al que ya no siempre se podrá regresar.

La Vanguardia

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. MARTIN GUEVARA MARTIN GUEVARA

    Que bueno y que bien escrito. Salud.

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