«Demasiado sexy para trabajar en Citibank», leía en otro titular del New York Daily, referido a una mujer que fue despedida porque «despertaba la libido de sus jefes varones». Afortunadamente no lo hacía con las mujeres. De qué modo tan miserable se llena el papel de ideas absurdas que mezclan lo políticamente correcto y el realismo mágico. Que retratan un orden formal, un mainstream rígido y puritano. Y que abogan por una necia corrección, sea con plumas de Hermano Lobo o con calcetines negros hasta las rodillas. Poca confianza en el individuo. Tolerancia cero ante aquello que antaño se consideraba una rica personalidad. Atrás quedaron los tiempos de creatividad afrancesada, los destellos de una extravagancia intelectual. Hoy, en los consejos de administración se aplica una severa formalidad, conocedores de que cualquier nota de color sería indeseable. Pero en ese braceo tenaz para conseguir la tan afamada imagen corporativa, se juega con fuego. El fatal adocenamiento, que lejos de cosechar ejemplaridad encoge la iniciativa y la capacidad emprendedora. No basta ya con fichar. La cadena de regulaciones sobre la libertad individual va encorsetando el espacio público y la libertad individual. Incluso para ir a la toilette.
En la ejemplar Noruega, un empresario ha decidido poner una pulsera roja a las empleadas durante su menstruación, a fin de justificar las visitas al cuarto de baño. Parece que las empresas noruegas tienen especial obsesión con las necesidades de sus empleados: un informe revela que el 66% de los empresarios controla mediante una tarjeta electrónica el tiempo que los trabajadores pasan en el servicio, que otras compañías obligan a firmar un libro de visitas o que en una de cada tres firmas se han instalado cámaras en la entrada de los aseos. Un ejemplo más de neopopulismo caciquil en la civilizada Europa.
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