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Mujeres independientes

Él le acaricia la nuca con una mano, la otra se posa con suave firmeza sobre su cintura. Ella, sentada encima suyo, le agarra la cabeza con los dedos entre su pelo. Un hombre y una mujer, fotografiados por Nan Goldin en 1980 mientras se besan en un autobús. Y a pesar del prosaico asiento, de la lata de cerveza asomando, el beso es entregado y bello. Cautiva la simetría, ambos con camisetas de tirantes, los hombros redondeados, los cuerpos serenamente deseantes. De igual a igual. Una tensión feliz que se deja admirar. Una imagen de hace ya treinta años en la que se demostraba cómo las mujeres habían cambiado. Contemplé el original de «Rise and Monty Kissing» en el MoMA de Nueva York, junto al resto de obras que componen la exposición «Modern Women». Las pequeñas salas de la galería fotográfica estaban habitadas por esas otras que quise ser de pequeña. Mujeres de las que, por encima de todo, apreciaba su independencia. Capaces de avanzar a pesar de los frenos impuestos, pero también de los arneses psicológicos. Ir a contracorriente puede resultar un necesario ejercicio de singularidad en la adolescencia, pero a medida que pasan los años se va convirtiendo en un estorbo. Incluso aquellas que triunfaban —en este número hablamos de algunas de ellas, como Ida Lupino, Clarice Lispector, Carmen Laforet o Lilí Álvarez—, vivían con una presión, una extrañeza y una disconformidad interior que les causó diversas crisis personales y depresiones.

El caso de Lupino es muy revelador. Llegó un momento en que ya no soportó los papeles de chica endeble y dejó de teñirse de rubia. Junto a su segundo marido fundó su propia productora y empezó a dirigir películas en las que criticaba la violencia sexual o la bigamia, mostraba la vida de las madres solteras y ahondaba en la sexualidad femenina desde un ámbito aún marcadamente masculino: el cine.

De hecho, Ida Lupino consiguió hacerse respetar porque adoptó el rol de madre a la hora de dirigir a los hombres. Sugerir en lugar de ordenar. En el respaldo de su silla de directora tenía escrita la palabra «mamá». Todo lo contrario a lo que ha logrado Youcef Nabi, el director general de Lancôme, a quien por escrito debes dirigirte como él, pero que en persona es ella, Sue. Hace aproximadamente un año, este ser inteligente, cautivador y altísimo decidió enfundarse un traje de chaqueta y un par de tacones. Sutilmente llevó a cabo su transformación interior, y un buen día lo hizo externamente. «No hago militancia de ello, “just do it”», me dijo. Y lo hizo. Expresar su derecho a ser diferente. «El mundo del lujo es muy tradicional. La prensa, muy voyeur». Pero Sue pasea un carisma fuera de lo común. No responde a ningún estereotipo, ingeniero agrónomo que ha reactualizado Lancôme sin negar sus cimientos, y que defiende la belleza verdadera en lugar de la verdadera belleza. En aquel almuerzo habló de la explotación sexual de la mujer en la publicidad, también dijo que las verdaderas mujeres tienen días malos y que hay que saber ver más allá del cuerpo. Qué mensaje tan claro para las adolescentes (ver pág. 124) que se autorretratan a menudo representando un modelo de feminidad basado en su apariencia física. «Es una forma de tomar el control sobre su imagen y decirles a sus padres: “Mi cuerpo ya no os pertenece, ahora es mío”», razona el psicólogo Jesús Ramírez. Pero mientras ellos se dejan ver tocando la guitarra, ellas se pintan los labios con un mohín de indolencia. Vale la pena recordar de dónde venimos, y cómo se plantaron ante el mundo las primeras que dijeron: yo soy.

(Marie Claire)

Publicado en Mi Smythson

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