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Lágrimas sin sexo

La fotógrafa británica Sam Taylor-Wood, que acaba de presentar en el London Film Festival su biopic de Lennon, Nowhere boy, llevó a cabo hace seis años un proyecto titulado Crying men. La exposición aún sigue dando vueltas por todo el mundo. Veintisiete retratos de conocidos actores, como Robin Williams, Ed Harris, Jude Law o Gabriel Byrne, a los que les propuso que lloraran frente a su cámara con la mayor sinceridad posible, conocedora de que el llanto es uno de los más viejos trucos en el arte de la interpretación pero también de los más difíciles. Una auténtica vara de medir la calidad de los actores. Los elegidos por Taylor-Wood lo bordan. Ni ahuecan el corazón ni producen vergüenza ajena. Algunos se esconden armando un caparazón con su cuerpo, otros se exponen con los ojos húmedos haciendo apología de su llanto. Claro que llorar humaniza, pero también potencia el desapego y modifica la percepción del otro, tradicionalmente de su autoridad cuando se trata del género masculino, aunque desde Marlon Brando en su papel de Vito Corleone, en la ficción, hasta José Blanco en la esfera pública (en un homenaje ante las viudas de los militares del Helimer 207) demostraron no tener reparos en mostrar sus emociones.

Lo llamativo que resulta el llanto entre los hombres se difumina y alcanza un grado de heroicidad en otros ámbitos, como esa escena en la que deportistas o entrenadores lloran al lograr la victoria. Empapados de esfuerzo y conquista. Bañados en un triunfo febril que sirve de catarsis. El éxito en el deporte se asocia con superación, adrenalina y sueños. Y al subirse al podio emerge la lágrima proustiana ante el recuerdo en moviola, esa suma de sacrificios y dificultades que los han llevado hasta allí. El núcleo de la emoción no dista tanto entre el famoso llanto de Federer al perder frente a Nadal y las tan glosadas lágrimas de Moratinos, conmovido mientras los colegas le dedicaban unas palabras al ser relevado.

Los protocolos de la corrección han acabado uniformizando las relaciones humanas, y las han blindado con un barniz estético. Para algunos, llorar en público es sinónimo de desnudez. Pero tanto el llorar como el no hacerlo se ha utilizado a menudo como manipulación: algunas mujeres lo hacían para atraer la atención de los hombres, mientras que ellos se aguantaban el llanto a fin de esconder sus verdaderos sentimientos, y acaso con una equívoca idea del respeto. Hoy, ni ellas son tan débiles ni ellos tan inseguros.

No existe uniformidad en la reacción de las mujeres cuando ven llorar a un hombre. Para empezar, depende del grado de intimidad que se dispensen. Pero en un país donde los hombres dedican apenas una hora y media a los asuntos domésticos y la educación de sus hijos —las mujeres, cuatro y media—, y en el que quien friega y pone la lavadora aún es considerado un calzonazos, no sorprende que el hombre que se emociona fácilmente y moquea produzca un sentimiento descorazonador. Algo más cercano a la impotencia y a la debilidad que a la emotividad. Pero hoy, en plena era de la inteligencia emocional y de la neuropolítica, aquel que se muestra pétreo y hierático, imperturbable e impecable, produce desconfianza. Hace años recopilé un buen número de diarios íntimos de hombres. Me llamó la atención uno de ellos, un albañil canario de 24 años que contaba cómo se encerraba en el baño y se iba haciendo pequeño «como un ratoncito —escribía— hasta que las lágrimas brotaban». Siempre le había costado llorar y sólo podía hacerlo en privado. El llanto lo empequeñecía e incluso lo animalizaba, pero lo liberaba, ¿de qué, de quién? De él mismo.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

3 comentarios

  1. MARTIN GUEVARA MARTIN GUEVARA

    Yo conozco a uno que fue criado en la idea de la igualdad entre géneros ( aunque sé que su abuela, la feminista de la familia, tenía a alguien que le lavaba y planchaba y la ayudaba a criar a los nenes, ¡Eureka!!, la ayudante era una mujer), y en el derecho a la igualdad de todos los seres humanos. O sea que ahí no presentaba grandes conflictos con respecto a contemporáneos suyos, a la hora de ejercitar el modernismo. Pero como entreverado con otras barajas le metieron una serie de prejuicios contra actitudes débiles y propensas a permitir la mella en la ética materialista, así como para otros en la moral kirkegaardiana. Entre ellas, ¡No llorarás! como un : no te quebrarás, o no flaquearas. Joana, Lola, abreviando, se pasó eso como casi todo lo que venía impuesto por el arco del triunfo, y puedo decirles que sospecho que lo hizo un ser mejor, menos débil, y desde luego, si cabe, con algún trauma de menos. Un saludo.

  2. Regina Rodríguez Sirvent Regina Rodríguez Sirvent

    El condicionamiento contextual del lloro.

    (No) me sorprendió ver como, hace tres días, dos hombres de cien quilos por cabeza se abrazaban y lloraban como niños justo después de haber descargado el ya legendario castell 2 de 8. Muchos lloramos la hazaña con ellos, pero no eran lágrimas de hombres ni de mujeres, de niños o de niñas… eran lágrimas de castillo. El momento fue más grande que nadie.

    Estoy segura que si hubiera visto a uno de los dos grandullones llorando en el cine, me hubiera fijado.

    Igual que el top less. Todo depende del contexto.

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