Dice Steven Pinker en su celebrado y discutido libro La tabla rasa que su objetivo «no es defender que los genes lo son todo y que la cultura no es nada —nadie cree tal cosa—, sino analizar por qué la postura extrema (la de que la cultura lo es todo) se entiende tan a menudo como moderada, y la postura moderada se ve como extrema». El camino medio entre herencia y cultura es explorado por este psicólogo en un tratado revelador, que a muchos les ha cambiado la forma de mirar el mundo, en el que analiza todo lo que hay de determinismo biológico en el ser humano, tan depauperado por tres mitos: la tabla rasa (la mente carece de características innatas), el buen salvaje (la persona nace buena y la sociedad la corrompe) y el fantasma en la máquina (todos tenemos un alma que toma decisiones al margen de la biología). Pinker asegura que él no quiso que su libro —10.000 ejemplares vendidos en España— fuera uno más entre todos aquellos que se aferran a la naturaleza humana generando grandes polémicas, como si pusieran en duda la evolución. Ni todo está en la genética ni todo es producto del desarrollo ambiental y cultural; la búsqueda de la verdad se halla en el equilibrio entre naturaleza y socialización. Pinker mantiene que hay aspectos de la naturaleza humana —desde la violencia hasta el sexo o las diferencias biológicas entre hombres y mujeres— que no tendrían que avergonzarnos como a absurdos replicantes victorianos que se escandalizaban de su propio cuerpo y muy particularmente de sus calzones y enaguas. Es verdad que muchos de los llamados expertos piensan en público de forma diferente a lo que piensan en privado: «Esto no se puede decir —he oído en infinitas ocasiones— porque se confundiría con un pensamiento incendiario».
Nuestra vasta tradición católica viene sosteniendo que la verdad y la fe debían coexistir, y, más allá de la poética del sentido, nos invita a detectar elementos místicos agazapados en la realidad. A no conformarnos con la descripción desnuda de los hechos, huyendo del materialismo. Muchos agnósticos, por ejemplo, no creen en la inmortalidad pero sí en una energía superior, en ser algo más que una actividad eléctrica y química del cerebro. La neurociencia trasciende las creencias. Despojados de esta última ilusión, este virus tan invasivo llamado inseguridad tendría que amortiguar su relevancia social. Para qué dudar, si a fin de cuentas se trata de manejarse en el arte de encender nuestro veleidoso cerebro.
Neurotransmisores, las historietas y habladurías de la calle, el cocido de la abuela, los afectos y desafectos y la experiencia…ns hacen como somos y no como quisíeramos ser.
Muy interesante. Después de leerlo, (creo) que me apetece un café. Hasta mañana.