A menudo he sido testigo de esas barbillas levantadas por reyezuelos en sus taifas, gestores al alza o celebridades de quita y pon. Ahí está el pálpito de la tensión, aferrado en la mandíbula. Los labios delgados y fríos. La tez cetrina y la mirada clavada en un punto fijo, o en fuga permanente, ese mirar sin ver, o ese atender sin escuchar. Del griego antiguo, hybris se traduce como insolencia o desmesura y en la civilización helénica aludía a la falta de control sobre los propios impulsos mostrando superioridad, es decir, un mal de necios. Ya saben, brotes iracundos y pasiones exageradas, lejos de aquel dorado punto medio aristotélico. O ese hablar en tercera persona de uno mismo, así como el mesianismo, además de la consabida pérdida de contacto con la realidad. A quienes les interesen la política y la medicina no deben perderse el libro de Owen En el poder y en la enfermedad, un exhaustivo recorrido por las dolencias de los poderosos, desde las psicosis de Nixon hasta el alzheimer de Reagan, pasando por las depresiones de Churchill o el cáncer de próstata de Mitterrand. En ocasiones se juzga el secretismo y en otras el vínculo entre la patología y el estilo de hacer política, llegando a considerar, por ejemplo, que detrás del fracaso de la intervención en Bahía de Cochinos se hallaban los esteroides y las anfetaminas que Kennedy tomaba para combatir el mal de Addison.
En España, quien fue secretaria de los cinco presidentes del Gobierno de la democracia, María Ángeles López de Celis, ha publicado un libro cosido de anécdotas confesables. La hybris aquí se llama «síndrome de la Moncloa», del que, según atestigua la autora, únicamente escapó Calvo-Sotelo, al que estima el presidente más preparado y entrañable. Hay una gran diferencia entre la ambición de servir a un país y la de legar un gran nombre a la posteridad, como señaló Hemingway hace ya setenta y cinco años en un artículo sobre la enfermedad del poder. La hybris no sólo ataca a la ética y la cordura, sino que condena a la persistencia en el error. Y no sólo desnorta a quien lo padece, sino a los pobres diablos que nos enredamos a sus pies.
He conocido a unos cuantos…y a tan sólo una escritora ja,ja. En fin, en la política hay muchísimos. Lo malo es que algunos se pasan toda la vida en el cargo y nadie les abre los ojos. Así que, lo padecen quienes lo tienen cerca que ellos, lo que es ellos, ni se enteran. Porque viven en su ensimismada y falsificada perfección.