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Septiembre

El templado septiembre —cantaba Sinatra—, el dorado septiembre de mi vida. September in the rain, entonaba Dinah Washington con su irónico fraseo y su voz de Alabama. Tantas canciones ha dado septiembre. Desde el Maybe September de ese gran optimista llamado Tony Bennet, hasta el de Earth, Wind & Fire versionado hasta la extenuación. September morn, susurraba Neil Diamond: «Una mañana de septiembre aún puede hacerme sentir de aquella manera». Y ahí está el clásico September song que atrapó a Ella Fitzgerald, Nat King Cole o Chet Baker. La canción de septiembre. Paisaje y romance. «El otoño pinta las hojas de fuego». Qué más se puede pedir después del escurridizo verano, cuando se multiplican las búsquedas de apartamento y los camiones de mudanzas atraviesan la ciudad con simbólicos resúmenes de una existencia.

Septiembre sacude las ciudades como alfombras, fuera el polvo y los ácaros, abajo la pereza. Los días se abrevian, saturados de una luz gelatinosa con esa pátina amarillenta que tanto puede llegar a influir en el ánimo. «¿Qué tal las vacaciones?», se pregunta la gente hasta que percibe lo aburrido que resulta preguntar y responder siempre lo mismo: cansinos elogios y asombrosos bronceados. Regresa el ajetreo de siempre. Su rugido. Por algo le llaman rentrée, un galicismo que ha triunfado en el Mediterráneo y cuya sonoridad transporta un elevado porcentaje de su etimología: volver a empezar. ¿Por dónde? El periodista Gay Talese demostró con maestría que Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Desde los dóberman pinscher que husmean de noche en la oscuridad de los grandes almacenes Macy’s hasta los gatos, ratas, halcones, suicidas o porteros que nunca aparecen en los periódicos.

La actualidad saca su bandeja con el menú del día: platos tradicionales y galletas de la fortuna. Pero la vida en minúsculas discurre por otro lado. Por los bares, por ejemplo. España es el segundo país europeo con más bares por habitante (por detrás de un sorprendente Chipre). En cada barrio asoman varias puertas entornadas con una barra manchada de aceite y café. Ocurre en los 15.939 establecimientos de hostelería censados en Catalunya y en los 15.248 que se cuentan en la comunidad de Madrid. A menudo ejercen de antídotos contra la soledad a secas; acaso la soledad del bar con un servilletero lleno de huellas, tal vez las de un propietario de los más de 100.000 perros que se calcula que viven en Barcelona, frente a los 255.000 de Madrid, en cuyas calles y parques dejan al año más de dos millones de kilos de excrementos —y casi la mitad quedan sin recoger—. Estas cosas suceden en lugares donde vivimos. En esas mismas calles se calcula que cada tres minutos y medio se abandona a un animal. Treinta segundos menos del tiempo que tarda en separarse una pareja. En cambio, la vida de los 170 perros policía que viven en la Casa de Campo es mucho más estable. «No elegimos cualquier chucho, importa la raza y el pedigrí», asegura Pedro Durán, jefe de la unidad de guías caninos de la jefatura superior de policía de Madrid.

Ascensoristas y porteros figuran entre los hombres más informados de Nueva York. Aquí, los empleados de finca urbana —como prefieren denominarse— siguen luchando contra su precariedad mientras barren el portal, ensordecidos por los rugidos de las 287.000 motos que circulan en Barcelona (la segunda ciudad de Europa más motorizada). Y a esa misma hora en la que el portero abrillanta la escalera, el perro policía husmea la pólvora, una pareja se separa, los supervivientes de la noche beben el primer carajillo del día, el rugido de una moto interrumpe la lectura del periódico y en la radio Dinah Washington canta September in the rain, estrenaremos septiembre y las ciudades seguirán repletas de cosas inadvertidas.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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