Perdí mi nombre. Llevaba demasiado tiempo deshabitado, como un apartamento de verano donde la humedad se ha instalado en las paredes y en las fundas de los sofás. Me confié en la idea de que nadie usurpa con facilidad una propiedad privada. Además, mi nombre no era común sino paciente y a la vez discreto. Me esperaría el tiempo que hiciera falta para entrar de nuevo en él, enfundarme sus tres sílabas y calzarme mi apellido bisílabo. Pero ocurrió lo inesperado. Aquella mañana abrí el periódico y me encontré mi propio nombre habitado por un rostro y una huella dactilar diferentes a las mías. La mujer sonreía, triunfante, y parecía a gusto con todas las sílabas con las que hasta aquel día me identificaban. Me entró flojera en las piernas, una debilidad que recorría la espina dorsal como cuando te dan una mala noticia. Yo, que siempre he aplaudido la capacidad de transformación de las cosas, incluso de los sentimientos y las relaciones que pueden ser moldeados, rectificados, reversibles: las enfermedades que se curan, la terapia como valor supremo de un devenir errático. Y las palpitaciones de la voluntad, el esfuerzo, el pequeño calvario que llevamos dentro como verdad científica. Maldije a la suerte, no todo el mundo pierde su nombre, y me dediqué a buscar piso. Atravesé la ciudad y no sé cómo, acabé en un barrio del norte que apenas conocía, con grandes avenidas, puentes y entradas de autovía. Había, eso sí, un salón recreativo, y pensé que haría las delicias de mis hijas, pero aquello tenía algo de barrio fantasma o de decorado, sin panadería ni quiosco ni bares. Empecé a recorrerlo con paso apresurado, oliendo el azufre que a primera hora de la mañana se mezcla con el aroma del grano de café, hasta que sentí el humo de un motor aleteando en mi nuca. Me di la vuelta y era un pequeño autobús conducido por una monja con cofia y grandes gafas de pasta. Me sonrió, comprensiva, con un guiño, hasta que agarré el asa del cochecito de bebé que iba pegado al morro de la naveta para subirlo a la acera. Un autobús de monjas con un carrito de bebé engarzado. No miré si había un niño dentro. O una niña. No miré.
Por fin llegué a la casa donde nos mudábamos. Me esperaba su propietario, un escritor español muy premiado y asiduo en las tertulias de televisión, se parecía a Álvaro Pombo. Hacía ver que no se acordaba de mi nombre, un viejo truco que a veces he observado entre aquellos que quieren manifestar su superioridad y distanciamiento. Simulan que tú y tu circunstancia nunca merecistéis ocupar una milésima de su memoria, y con una actitud enmascaradamente atenta te dicen: perdona… ¿tu nombre es…? El escritor hizo lo mismo, y yo, con esa alfombra que tan poco me cuesta desplegar al estar marcada por el estigma de haber nacido en un pueblo pequeño, se lo recordé, sin advertirle, eso sí, que acaba de quedarme sin él. Pensé que si lo hacía podía ser un problema para firmar el contrato. El escritor tenía la mesa del comedor invadida de cuartillas manuscritas y de libros abiertos. Quise fisgar sus títulos, para aprender algo, pero celosamente los cubrió con sus manos y un foulard, y me preguntó si quería un té. Cuando salí de la casa advertí que aquel barrio parecía una ciudad dormitorio y que nunca seríamos felices allí. Sin el olor al pan recién hecho. Pero no sabía cómo romper todos los acuerdos… el pago de la señal, la dedicatoria que acababa de estamparme el escritor como su nueva y prometedora inquilina. Yo acababa de perder mi nombre. Era lógico que también perdiera el piso.
Me gusta su blog!!! Pasaré a menudo, si no le importa…
De piedra pómez me has dejado, señora Bonet.
Te enlazo ya mismo sin perder un segundo.