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La felicidad de las mujeres

Siempre ha sido más literario el pesimismo que la alegría. La bilis negra, como le llamaban los griegos a la melancolía, durante tantos siglos instalada en el universo romántico, o ese pellizco en el alma que destiñe el color de los días y los centrifuga como un trapo mojado. Hay gente que tiene buen despertar y gente que detesta despegarse del sueño y ponerse de pie en el mundo, a pesar de la mañana recién planchada con aroma a café. En plena hipermodernidad, los variados tipos de desánimo han recibido una cuidadosa atención, y aún y así, la depresión, según la OMS, se convertirá en la enfermedad más paralizadora del siglo XXI.

Desde el tan newyorquino y frívolo «bad hair day» —un mal día de pelo— hasta el amargo escepticismo que se empeña en permanecer en nuestra mente como un pensamiento parásito, el malestar adquiere diversas formas y mutaciones, capaz de transformar el aguijón del deseo en el sopor del tedio. Gramsci afirmaba que el pesimismo es un asunto de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Aunque también existe un tipo de desánimo procedente de la naturaleza imperialista del dolor cuando invade un lugar del cuerpo o un sentimiento. Puede tratarse de pérdida, abandono, estrés o desamor, pero también de la frustración derivada del duelo narcisista que obliga a rebajar expectativas, o a aceptar el paso del tiempo. El dolor conecta con el corazón de la soledad, y aísla a quien lo padece situándolo en los márgenes de otra realidad donde el tiempo no sigue el mismo hilo cronológico que la alegría.

Nuestra sociedad es rica en remedios y panaceas, y su retrato es el de la sonrisa permanente. Ráfagas de jovialidad, gozo y despreocupación desfilan en el espejo de lo que querríamos ser. Desde la superstición hasta la psicología positiva, el psicoanálisis o la acupuntura, buscamos frenéticamente remedios contra la tristeza que a menudo querríamos tratar con una pastilla, al igual que un simple dolor de cabeza. Con los efectos de la crisis, se han duplicado los cuadros de ansiedad y angustia, y las estadísticas señalan que las mujeres consumen muchos más antidepresivos que los hombres —siete de cada diez, en España— y que son más propicias al desencantamiento vital. Algunos estudios revelan que poseemos un índice de satisfacción más elevado que los varones, aunque estemos condicionadas por una feroz autoexigencia además de la necesidad de conseguir un equilibrio entre vida privada y profesional —ahí está, amenazante, la presión social agitando el látigo del fracaso—. Los días repletos y agobiantes dejan escasos espacios en blanco para sentir que en el fondo somos tan leves como el vuelo de esas aves que trazan hermosas coreografías en su ansia migratoria. La felicidad es más sencilla de lo que parece: un ejercicio de tolerancia con una misma, de consentimiento y del punto necesario de pasotismo para escapar al juicio ajeno, siendo amables con nuestras pequeñas conquistas. La satisfacción personal poco entiende de contabilidad. Porque no hay mayor delicia que atrapar un instante en el que con todas nuestras fuerzas nos sentimos hermosamente vivos.

(Marie Claire)

Publicado en Mi Smythson

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