Ocurre la tragedia sobre los raíles de Castelldefels y el pálpito del riesgo altera el orden de tus pensamientos. Asoma, medio enterrado, el recuerdo fugaz de aquel traspié entre las rocas, del alud traicionero que abatía la montaña mientras la subías, o esa prisa tan suicida al cruzar semáforos en rojo. El instinto de supervivencia, en sociedad, recibe una esmerada educación ante el peligro, y sobre todo su declinación más banal, que es la imprudencia. En ella se agazapan desde el abuso de los siete pecados capitales hasta la maligna autodestrucción y, por supuesto, la estupidez. En plena conmoción es lógico gritar, gritar algo: más seguridad, andenes más amplios, rótulos más visibles. Incluso padres y madres que ejerzan de serenos con sus hijos cuando se escapan a ver las estrellas. Un Estado-vigilante que pueda frenar los raptos de insensatez de sus miembros, además de paliar su falta de sentido común y, sobre todo, controlar, ese verbo que se conjuga en todas sus variables para corregir los estragos de la sociedad del riesgo.
Este paisaje es un viejo asunto que forma parte del imaginario colectivo; incluye desde el colapso de los apeaderos urbanos en las horas punta hasta los animales muertos sobre el óxido de las estaciones fantasma. Andenes solitarios, sin jefe de estación ni megafonía, donde el viajero debe aprender a ser dueño de sí mismo. «Soy un animal de tren. Siempre que el látigo cae sobre mi espalda, me subo a un tren y escapo. Sólo el vagón, el traqueteo rítmico, es capaz de aliviar mi dolor y adormecerme», escribe Aharon Appelfeld en su magnífico libro Vía férrea. Comprendo ese dulce aturdimiento. En mi infancia, la primera idea de libertad vino asociada al silbato del tren que cada medianoche pasaba por encima de un puente como un sedante. Pero la primera noción del horror también procedía del mismo lugar: aquella mujer que se arrojó a la vía, sin que nadie supiera por qué, con lo difícil que resulta para un crío entender la libertad del suicida. Aun así, los niños continuaban jugando a saltar raíles o a buscar cantos rodados como si se tratara de una playa seca.
«Cuídate», se dicen algunos muchachos al despedirse, con un atisbo de quimera. Está comprobado que, desde las manadas hasta las pandillas, la conducta gregaria impone códigos temerarios que sus miembros aceptan porque se sienten intocables. El grupo da fuerza. Un paso decidido frente al mundo, a veces un estúpido paso que desprecia las consecuencias de dar mal uso a la libertad. Estos días, los medios de información han mostrado a jóvenes saltando por las mismas vías donde murieron arrolladas doce vidas; ajenos al labio tembloroso del maquinista y al dolor de las familias. Ese coqueteo con el abismo representa el otro extremo de nuestra sociedad videovigilada e hipocondriaca. La ruleta rusa que merodea entre los protocolos de la civilización.
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