«¿A ti qué te pasaría si te prohíben cantar?», le pregunta Javier Limón a uno de sus últimos descubrimientos, Sandra Carrasco: «Pues que me muero». En una azotea de Madrid, bajo la lluvia primaveral, el compositor y productor —un flamenco que habla inglés y da clases de palmas en partitura en el Berklee College de Boston— me habla de sus Mujeres del mar. «Es un homenaje a las iraníes, a quienes les prohíben cantar». Ahí está el diálogo de guitarras: flamenco y fado, la música del Adriático o los instrumentos tunecinos; Mariza, Buika, Linares, Morente…, mujeres mediterráneas que miran a Oriente exhalando fortaleza y melancolía, mientras les cantan a las otras, a las amordazadas.
No lo determina ni el islam, ni el Corán, pero en cambio muchas mujeres justifican el velo integral por motivos religiosos. ¿Hasta qué punto pueden decidirlo cuando el Consejo Europeo de Fetuas les prohíbe cortarse el pelo sin el permiso de su marido, además de defender otros asuntos tan incómodos como la poligamia? Releo las declaraciones de activistas afganas; allí, si las pillan con las uñas pintadas, les cortan los dedos. Y las azotan si se atreven a reír en público o llevan los agujeros del burka demasiado grandes. «Estoy en contra del burka aunque es lo único que me permite seguir con vida», declaraba Mariam Rawi.
En los últimos años, la subyugación de la mujer musulmana ha ido a más. El fundamentalismo ha logrado recortar las libertades conquistadas: a las niñas se las cubre a edades más tempranas, y en lugares como El Cairo, donde sus gobernantes pretendían que las universitarias fueran a clase sin el niqab, ha triunfado de nuevo el oscurantismo. En España, las asociacionesmusulmanas reciben las medidas de prohibición del burka con «malestar, inquietud y tristeza». Curiosamente, los mismos sentimientos que muchos experimentamos al ver a una mujer cubierta, además de indignación.
Francia y España (empezando por Catalunya, con la acertada iniciativa del alcalde de Lleida, Àngel Ros) han abierto el debate en Europa al prohibir el burka en espacios públicos, justo cuando el mundo cabe en la palma de la mano y por tanto la lucha por los derechos de la mujer no es una cuestión territorial. Pero para algunos lo esencial no se refiere a la anulación de la identidad de las mujeres, sino a la seguridad. Bien está el argumento de la identificación obligatoria en una sociedad a cara descubierta que regula la libertad individual en pos del bien común. Pero no basta. Resulta temerario dar por hecho que quienes lo llevan aquí lo deciden con absoluta libertad. ¿De verdad lo creen así? El burka es la jaula más visible entre todas las que sufren las víctimas del integrismo, el símbolo de su lugar en la sociedad. Y sus guardianes están tan bien instruidos que no atienden razones secundarias como tener rostro, risa, voz, libertad.
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