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Segundo acto

En la comunidad científica hay acuerdo en reafirmar la crisis de los cuarenta, aunque desde una nueva perspectiva. Durante años, llegar a esa edad significaba una descarga existencial; alcanzar una meta deslucida ante la cual había que tomar conciencia del tiempo restante, además de digerir las primeras flacideces nostálgicas. El tiempo, más allá de su sofisticada ficción cultural, actuaba de diapasón marcando objetivos y determinando de forma más o menos objetiva los parámetros del éxito. Pero paralelamente, la ciencia, en su noble afán de comprender la naturaleza humana, dictaminaba la gran paradoja: que el crecimiento del producto interior bruto no es un índice fiable para medir el crecimiento de la felicidad. «La esperanza de escapar de la incertidumbre es el motor de nuestra búsqueda vital», afirma Zygmunt Bauman en la introducción de El arte de la vida (Paidós). Y añade: «La felicidad “genuina, verdadera y completa” siempre parece encontrarse a cierta distancia. Como un horizonte que sabemos que se aleja cada vez que intentamos acercarnos a él». Bauman, junto a Alain Touraine, recibirá este año el Príncipe de Asturias de Humanidades.

Ambos, que nacieron el mismo año —1925—, han abordado desde múltiples perspectivas la autorrealización humana en el contexto cambiante de las nuevas sociedades sin dioses ni dogmas. Y ambos, a pesar de que el argumento por el que luchan todos los gobiernos del mundo: aumentar la prosperidad, no se corresponda con el nivel de satisfacción humana, se sobreponen a tal decepción y rescatan todo lo rescatable del progreso, amparándose en las múltiples virtudes del conocimiento y la experiencia. A causa del aumento de la esperanza de vida, la crisis de los cuarenta se retrasa e invierte su deriva. El término mid-life crisis, acuñado hace también cuarenta años por Elliot Jacques, se forjó cuando el fin de la vida rondaba los setenta, por lo que a los treinta y cinco, la misma edad en la que ahora mucha gente abandona la adolescencia, se hacía el duelo del fin de la juventud y se anticipaba todo lo ruinoso que acontecería. Los psicólogos que se ocupan del asunto aseguran que hay que empezar a hablar de transición a mitad de la vida en lugar de crisis, y se refieren a un «segundo acto» que ofrece la vida adulta, los mejores años para prosperar y madurar. Una vez superada esa zona difusa en la que uno no se gusta del todo y tiene que apoyarse en el que fue para encontrar a ese nuevo yo que vislumbra (pero manteniendo aún la incertidumbre de cómo será), la segunda mitad de la vida tendría que estar provista de una mayor seguridad e inteligencia emocional, y la capacidad necesaria para neutralizar al interpretador que todos llevamos dentro, con frecuencia dispuesto a boicotear nuestra realidad.

Las conclusiones de una macroencuesta de Gallup, publicadas hace unos días en La Vanguardia, indicaban que, después de la crisis de los 40, se alcanza el pico más alto de bienestar o felicidad subjetiva. Y que el impacto de la edad sobre las emociones y los sentimientos –desde el estrés hasta el mal humor– resulta más relevante que otras variables como la familia o el trabajo. William Faulkner, en una entrevista concedida a The Paris Review en 1956, observaba que la gente sólo puede ser comprensiva a partir de los cuarenta, ya que antes la voluntad de acción es demasiado fuerte como para ponerse en los zapatos del otro. Por otro lado, varios estudios neurológicos han descartado la hipótesis de que el cerebro humano comience a deteriorarse a partir de esa edad. Así pues, parece que hay motivos suficientes para que los cuarentones celebremos el inicio del segundo acto.

(La Vanguardia)

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