Uno de los principales peligros del columnista es el déjà vu, o lo que es lo mismo, la testarudez de querer escribir el mismo artículo cada año. A unos les sucede con los toros, el nacionalismo catalán o español, o las conversaciones con el taxista de turno —que según Paul Johnson deberían estar prohibidas—. A mí me ocurre con el inicio del verano, cuando los bares sacan sus mesas y sus sillas a la calle, los magnolios florecen y los pájaros gorjean incontenibles, trazando frenéticas coreografías en el trozo de cielo de la ventana. El verano siempre es una gran noticia debido a su capacidad de alterar parte de nuestras percepciones. De repente, se abre un paréntesis capaz de ralentizar el tiempo, aunque los días continúen escurriéndose y se queden en nada, ni tan siquiera un recuerdo. Pero el periodo estival entronca con la idea de felicidad. El huevo roto que se esparce en el horizonte cada atardecer. Los quioscos de los helados con su promesa del placer en miniatura. Los azules de un mar que pretendemos surcar tan sólo con la mirada. Por fin la pereza se presenta orgullosa en sociedad, enfundada en un pareo; es su sutil venganza frente al látigo de la eficacia que la postra durante el resto del año en la recámara a causa de su mala reputación.
El maestro Johnson, en sus míticas claves sobre el arte de escribir columnas, propone sustituir al taxista por el jardinero, suplica que nunca se cometa la vulgaridad de hablar de la propia pareja y anima a mostrar el lado más viajado y demi-mondain del periodista con escapadas anuales a París, Nueva York o Roma. También dedica un par de líneas al tema del género, afirmando que la principal diferencia entre el articulista hombre y la articulista mujer no es el artículo determinado sino que estas suelen dar menos datos y más opinión. En una ocasión, escribí un libro lleno de datos y di a leer las galeradas a un amigo que me las devolvió corriendo, asegurándome que por cada dato perdía un lector. Su apreciación, lejos de causarme desaliento, me reafirmó en mi afición por los estudios que sacan un titular de la chistera, vean esta: las urgencias psiquiátricas en La Paz han aumentado un 50% en dos años, desde el inicio de la crisis. La noticia contiene los siguientes tags: crisis, pequeños empresarios, depresión y suicidio. Según Jesús de la Gándara, jefe de psiquiatría del hospital de Burgos, ha cambiado el perfil del paciente que sufre trastornos mentales: ahora proliferan los empleadores, más que los empleados, gente que sufre altos niveles de ansiedad y estrés cuando el negocio se tuerce y tienen que despedir a su equipo. Todo ello ocurre en un contexto que no tolera el sufrimiento y exige soluciones rápidas, pastillas como remedio para la tristeza, la frustración o el fracaso.
Pero muchos estudios coinciden en la gran efectividad que posee el efecto placebo. El profesor Irving Kirsch lleva más de diez años empeñado en demostrar que los antidepresivos sólo son eficaces en un pequeño grupo de casos extremadamente graves; en el resto, sus efectos no distan de los que proporciona un placebo. Candace Pert, codescubridura de las endorfinas, ya ilustró cómo cada pensamiento afecta al sistema inmunológico y libera sustancias químicas, unas proteínas sintetizadas en el cerebro que transmiten información al resto del cuerpo, concluyendo que la biología genera creencias y las creencias generan biología.
Las vacaciones son un formidable placebo, el tiempo de localizar la línea del horizonte donde la eficacia se detiene, dispuesta a alumbrar un nuevo paisaje con los pies descalzos. Por ello, no me canso de escribir el mismo artículo cada año, el que anuncia un espacio en blanco, con la arena entre los libros o espolvoreada sobre la pantalla del iPad. Hasta septiembre, feliz placebo, feliz verano.
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