The bridge contiene metafísica, llegando incluso a detenerse en san Agustín y su distentio animi. En palabras de Obama: «El tiempo no es sino una colección de diversas experiencias humanas que, combinadas, constituyen una larga y fluida lógica de pensamiento». El periodista se apresura a demostrar que no se trata de un comentario ocioso del Obama estudiante que debatía con sus amigos acerca de la naturaleza del tiempo, sino que resulta el núcleo de su pensamiento, presentado por el propio Obama en un relato a medio camino entre el Bildungsroman y la «narración de esclavos»; un viaje que va desde la dependencia —incluida la marihuana y unas cuantas juergas taquicárdicas— hasta la serenidad madura.
Justo cuando ha caído en picado su popularidad, desprovisto de su aura de intocable y enfrentado al peor derrame petrolero de la historia de EE.UU., Obama aparece como un idealista despojado de idealismo a causa de sus propias experiencias. Un hijo del desarraigo que logró construir una identidad arrolladora. Mientras aún se mide la magnitud de la marea tóxica, empalidece su eficacia ante las excusas de la petrolera británica. Acusado de lentitud y de incapacidad para cuadrar a BP —informa Marc Bassets—, Obama irrita a los británicos, mientras en su país, el secretario de Interior Ken Salazar recurre a la escatología para defender que actuaron con rapidez: «La noche de la explosión envié a David Hayes, mi segundo, al Golfo sin una muda de calzoncillos». ¿Por qué cuenta esas intimidades Salazar? Obama siempre ha sido un outsider que convirtió sus handicaps en virtudes, pero ahora necesita mudas limpias para depurar responsabilidades ante la mancha negra que se extiende en el Golfo y en la Casa Blanca.
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