«Alegría, alegría», grita Charlie, el profesor de baile, al grupo de niñas en el ensayo final. El técnico ha salido a fumarse un cigarro y el escenario está en penumbra, como el estómago de las muchachas empapadas de nervios. Hay pocos murmullos de fondo tan gozosos como los de un fin de curso. Tras ellos se agazapan las incógnitas de los exámenes y el alivio de los aprobados, pero también las últimas reconciliaciones y los nuevos juramentos. El romanticismo a edad temprana se complementa con unos perfiles críticos y, a la vez, muy reafirmados en su propia narración, la misma que exhiben en la blogosfera.
A medida que se conocen las notas y el curso se encuaderna con anillas, se va extendiendo como una alfombra persa la promesa física del verano. Este año, apenas ha llegado el calor y los chicos van cerrando ya las mochilas repletas de raíces cuadradas, lazarillos y afluentes. «No corráis nunca encima del escenario». Tiene razón el profesor Charlie, en la vida sólo hay que correr detrás de los escenarios o entre bambalinas, nunca cuando se está en escena. Desde la fila de butacas aprecio el esfuerzo del grupo por contenerse y domesticar sus movimientos que tienden a la rapidez. Los niños, como los adultos, cuando están nerviosos prefieren acelerar para acabar enseguida. Con los años, irremisiblemente irán dominando la cámara lenta. En los descansos, se entrelazan las manos forjando nuevas alianzas que se mantendrán al menos hasta septiembre.
Dos niñas entablan una conversación en la fila de atrás mientras aguardan su turno. La charla se estructura en tres preguntas: ¿A qué colegio vas? ¿Crees en Dios? ¿Serán maricones estos dos? Ya se sabe, los prejuicios son más difíciles de destruir que un átomo. Una de las niñas se declara atea mientras que la otra dice rezar a su manera, que califica de «secreta». En su inocencia teñida de inseguridad, no pueden quitar los ojos de los dos muchachos que se mueven a ritmo de hip hop. Llega el alborozo de los más pequeños, las hawaianas, las sirenitas y los caracoles. Los padres babean ternura, a pesar de que lleven unos días convertidos en transportistas: llevar y traer, dejar y recoger; cumplen su papel con paciencia y desesperación. Pero siempre hay un instante, cuando sus criaturas están a punto de salir al escenario, en el que sienten un pinchazo en el estómago, un rubor feliz que les azora.
Terminar un curso representa una conquista, también una frontera entre presente y futuro. El fin de una etapa que debe de llevar a alguna parte. Pero, a veces, la actividad académica se convierte en una carrera de obstáculos. Y muchos jóvenes, a un paso de la universidad, se sienten extraviados y sin mapa debido a la imposibilidad de hacer coincidir sus deseos con las notas de corte; entonces se impone el pragmatismo. No es casual que Platón, Descartes, Montaigne, Kant o Einstein tengan en común el haber criticado la educación imperante en sus respectivas épocas. Platón se reveló contra el sofismo, Montaigne rechazaba el formalismo pedagógico y la educación escolar. Descartes creó incluso un nuevo método, Kant escribió una Pedagogía según la cual el objetivo principal de la formación era el de mejorar el mundo y la vida de las personas. Y Einstein afirmaba que «lo peor que se puede hacer en la escuela es trabajar sobre la base del miedo y la fuerza, eso destruye los sentimientos, la sinceridad y la autoconfianza del alumno volviéndolo sumiso». ¿Y ahora? Exigimos una escuela que enseñe a pensar y a la vez que se base en el esfuerzo y el mérito, mientras padres y alumnos vamos elaborando diversas fantasías, proyectando las virtudes de los chicos en una sociedad en la cual las puertas de emergencia están cerradas, a pesar de ese murmullo único de fin de curso.
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