La pelusilla canosa que ha revestido la cabeza de Obama dio pie a que este, abrumado por el desgaste físico que se le atribuía, consultara –según The New York Times– a un especialista anti-aging que le vino a decir lo que todos presuponíamos: que el ejercicio del poder machaca. Desde el tinte de Schröder hasta las bolsas de Pujol, siempre han goteado con timidez los cotilleos relacionados con la imagen de los representantes públicos. Aunque, mientras las alusiones a los varones se han acompañado de una amable sutileza, para las mujeres no ha habido piedad y han tenido que tragarse repetidamente mofas y escarnios relacionados con su falda o la altura de sus tacones. La exhibición de la feminidad ha causado un gran alboroto en la escena política, donde demasiada libido suelta parece temeraria. Pero ahora, la hegemonía de la imagen y la glorificación de la juventud afecta también a los hombres. Mientras muchas mujeres deciden por fin no teñirse las canas, muchos hombres se las cubren, como Rajoy, que ha fulminado el contraste blanco-negro en la barba unificándola con un discreto tono gris. Las sienes plateadas, que otrora fueron utilizadas por González como señal de madurez asociada al conocimiento (de las que llegó a decirse que no eran naturales), son ahora signo de derrota.
La dimensión simbólica del cabello, su vitalidad que con el tiempo se aja y desaparece, ha originado elaboradas fantasías acerca del potencial energético del hombre. El fantasma de la calvicie como sinónimo de la decadencia de la virilidad, y sobre todo, la discordancia entre identidad personal e identidad social, ha merodeado maliciosamente alrededor de la causa al varón. Ahora, el ensañamiento con los líderes, en concreto con Zapatero, no es completo si no se perfora su imagen; hay que magnificar sus patas de gallo, la piel cetrina, la sonrisa alicaída y las espaldas cargadas, para concluir que está acabado. Tal vez Zapatero debería capitalizar sus bolsas convirtiéndolas en el símbolo de los cinco millones de parados, a diferencia de otros políticos que se fuman un puro con pereza primaveral, o que se ríen histriónicamente mientras son acusados por los jueces, para aparentar que en su mirada no hay insomnio, ni crisis, ni miedo. Sólo disimulo.
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