Siempre he compadecido la incómoda sospecha que recae sobre un hombre cuando es cariñoso y tierno con otro hombre en público. También he admirado los sacrificios que le supone la elección de su vestuario, renunciando a menudo a prendas que le agradan pero que a la vez le avergüenzan, porque, dice, son «demasiado amariconadas». El metrosexual, en el polo opuesto de los Iron Man que reivindicaban al hombre-hombre, gritó al mundo sus deseos de liberarse. De abandonar la máscara de la hombría hasta el punto de convertirla en un anacronismo. Y se dispuso a acicalarse, a depilarse hasta la epiglotis y a teñirse el pelo con papel de plata. Representado en su altar por actores, músicos y deportistas, el metrosexual creó un nuevo nicho de mercado llamado, específicamente, «cosmética masculina» (para diferenciarla de la femenina y rubricar su identidad), cuyas ventas han llegado a significar tres de cada diez euros facturados por el sector. Este nuevo mercado no excluye a los llamados machos alfa, influenciados por el progreso de una sociedad aromatizada, decorada con esencias exóticas, velas y mikados, y cada vez más poblada de buscadores de tendencias capaces de convertir una sensación en símbolo. El clásico desprecio frente a lo excitante se insufló de la evanescencia de los años noventa. Y los estereotipos cavernícolas, ante el imperio narcisista, cayeron en el más absoluto desprestigio.
Arrasó la inteligencia emocional de Goleman, y en las empresas se desarrollaron los departamentos de recursos humanos. Palabras como proactividad y empatía alertaron acerca del mandato de las nuevas actitudes sociales. Se empezó a alentar la flexibilidad, la conciliación y la diversidad sexual. Mejor dicho, esta última quedó reservada al artisteo. A día de hoy, las quinielas acerca de qué ministros son homosexuales o las pesquisas sobre la sexualidad de un torero siguen ocupando las horas muertas. Y en esa suspicacia arrabalera y maledicente, esa absurda necesidad de caricaturizar al otro, se enmarca la foto robada de Piqué e Ibrahimovic, que ha sido publicada en periódicos de todo el mundo, desde Il Corriere de la Sera hasta Clarín. No existe mayor tabú que una posible escena de homosexualidad entre dos estrellas del fútbol. Y aunque la imagen muestra a dos hombres afectuosos, con un gesto cómplice que se contempla con rotunda normalidad entre dos mujeres, los bramidos homófobos han saltado de nuevo al campo. Porque bien es sabido que en el fútbol no hay gais. Así lo afirmó el seleccionador italiano Marcello Lippi: «En cuarenta años de carrera, no he conocido a ningún futbolista gay», mientras que Luciano Moggi fue más allá: «Un gay no puede ser futbolista». Los gritos de maricón en las gradas son muy temidos. Que se lo pregunten a los futbolistas de la Premier League, que no participarán en una campaña contra la homofobia por temor a que se mofen de ellos.
La gran paradoja es que los Beckham, Ronaldo, Torres, Guti o Piqué han mostrado al mundo que su interés estético no inhibe su talento deportivo. Y que los recelos acerca de su opción sexual son, para ellos, un asunto superado. La vida en los vestuarios está llena de camaradería, abrazos y besos. De desnudos sin pudor. El cuerpo es un símbolo, y como a tal se le venera. Los jugadores se quedan a pecho descubierto y se abrazan al igual que los hinchas —a más de uno, barriga y puro en ristre, he visto darse un beso en la boca con otro hombre después del tan ansiado gol—. Hoy, la hombría, ya no elogia la hermosura del vello ni el fútbol se rige por esa mentalidad «muy de machos». Guardiola, por ejemplo, ha demostrado que no es víctima de la alexitimia y se permite hacer público el amor a su equipo: «Los quiero mucho». Y aún y así, algunos se empeñan en apelar a las bajas pasiones en lugar de aplaudir tanta finezza.
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