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Elogio de las patas de gallo

Asistimos desde hace un tiempo al desprestigio de la sonrisa. Los políticos las miden con cuentagotas en estos tiempos precarios y convulsos; acaso un esbozo cortés, un dibujo brevemente ascendente de las comisuras de los labios que ni siquiera pretende representar amabilidad. Los profesionales de aquellas sonrisas ensayadas para atraer a las ajenas están en crisis. No importa el argumento de que sonreír prolongue la vida, favorezca la digestión, aumente el ritmo cardiaco y libere endorfinas. Impasibles, hieráticos, pero también paralizados ante el pánico de que se les cuele la alegría y bajen aún más en las encuestas. Los asesores de imagen aconsejan recurrir a la piadosa circunspección para transmitir credibilidad y sentido común, y los líderes actuales –excepto Mandela que sigue teniendo muchas razones para sonreír– endurecen sus gestos y enfrían su expresividad.

En las tertulias políticas de televisión, cuando presentan a los invitados, son mayoría quienes responden al saludo con severidad, sin apenas un asomo de sonrisa de Gioconda. Será porque se creen su papel de testigos directos ante un horizonte negro. «Yo me río por no llorar», decía uno de ellos al que, al comenzar un programa, pillaron riendo un chiste. Y se disculpó. Un periodista que asiste a estos debates, me confesó el otro día que su rictus envarado era inconsciente, tal vez producto del ambiente acuchillado que se respira en ese tipo de platós. Y da en el clavo. Porque expertos en psicología forense de la Universidad Dalhousie de Halifax, Canadá, aseguran que, a diferencia del lenguaje corporal, no se puede controlar completamente lo que sucede en el rostro. Somos capaces de fingir una expresión, pero no sabemos cuánto mantenerla ni cuándo hacerla desaparecer, de ahí que el rostro haya sido considerado el espejo del alma: ningún mortal escapa de esas expresiones micromomentáneas en que un gesto involuntario filtra lo que en verdad se siente.

La sonrisa también fue una manifestación de poder, más allá de la sincera alegría o del sentimiento placentero. Sonreír para demostrarle al mundo que uno está bien instalado en él, a gusto consigo mismo y su entorno. «Quiero una imagen fuerte», les piden a veces los editores o fotógrafos a sus modelos, «una mirada desafiante, seria, profunda», temerosos de reproducir el cliché de la risa tonta. Reírse bien es un don. Y anular la risa de los discursos públicos, una temeridad. Eduard Punset a menudo cita al prestigioso psicólogo Richard Wiseman cuando le piden un consejo para ser más felices: «Puedes sostener un bolígrafo entre los dientes para que la cara adopte la posición de sonrisa. Los estudios demuestran que te hará sentir mucho mejor. Es una idea simple, pero muy poderosa». Benditos estudios que aseguran cómo pequeños actos acaban modificando grandes pensamientos. Sonreír, por ejemplo.

(La Vanguardia)

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