Si el visitante tiene ocasión, debe coger el ferrocarril en dirección norte en Grand Central Station para alcanzar, en tan sólo tres paradas, el Jardín Botánico del Bronx. Grand Central es una de las estaciones más literarias del mundo, allí el tiempo parece medio congelado, entre sus rampas de mármol, la tríada de Mercurio, Hércules y Minerva que se alza sobre el reloj de su fachada, y los limpiabotas capaces de mantener su negocio encima de viejos entarimados. Uno de los 67 andenes de la terminal te conduce directo hasta el corazón de Emily Dickinson, considerada como la mejor poeta de la historia en lengua inglesa y uno de los escasos nombres femeninos que aparecen en los rankings de los mejores escritores de la historia. Pocos autores transmitieron como ella el pulso de la sociedad puritana que empezaba a despertar con el espíritu de la nueva era. El viejo calvinismo y la cultura victoriana aún pesaban en una Nueva Inglaterra que se afanaba por afinar las cinturas de las mujeres.
La poeta de las flores es el título de esta auténtica rareza, digna de ser reseñada por tratarse de un verdadero paraíso para los sentidos: una exposición que recrea los jardines que la poeta cultivaba a diario en su casa de Amherst, en la que vivió recluida voluntariamente la mayor parte de su vida, pero desde donde viajó mentalmente por todo el mundo, llegando a escribir casi 1.800 poemas y más de mil cartas. Su encierro llegó a tal extremo que hablaba con los pocos amigos que la visitaban a través de una puerta entornada, pero bien aprovisionada de un rico mundo interior.
Es la primera vez que leo poemas suspendidos entre flores, y no ante cualquier maceta. Las gardenias, hortensias, violas, lilas o narcisos conforman un espectáculo liberador, el mismo de quien llegó a pensarse con profundidad, clasificando los pensamientos fugitivos desde su soledad apasionada y, como dice Nicole d’Amonville en su prólogo a Cartas (Lumen), de quien fue capaz de esbozar su conciencia con la misma precisión con que describía una serpiente o un pájaro. Dickinson heredó de su madre ausente el amor a las plantas. De niña estudió botánica, y llegó a confeccionar un sofisticado herbario en el que clasificó cientos de flores salvajes. Para ella, cada flor es un vehículo de expresión con el que juega: el tulipán, una declaración de amor; la margarita —daisy, como en ocasiones se denominaba a sí misma— , la inocencia; la violeta, la humildad, y la amapola, el dominio. En su invernadero, creaba auténticos paisajes de colores violentos, un estallido de placer fragante, que ahora los botánicos del Bronx —en colaboración con la Sociedad Poética de América— emulan con maestría. Allí también se expone una réplica de sus vestidos blancos, color que en su etapa de autoprivación decidió vestir invariablemente. El visitante puede sentarse en la recreación de su escritorio: una mesa de cerezo minúscula frente a una ventana blanca situada en una esquina de su dormitorio. Tras las vitrinas, su caligrafía inclinada, que dejaba generosos espacios entre letras en sus años de juventud, las mismas que al final de su vida se apiñan y compactan.
Desengaños amorosos, timidez extrema, temor a la locura («medianoche a mediodía» denominaba a su estado mental); «el éxito es polvo» escribió renunciando a una carrera literaria porque se veía obligada a obedecer al metro al uso. No llegó a publicar ni diez poemas en vida —uno anónimo—, pero los enviaba a sus amigos junto a flores secas intentando destilar ese licor desconocido con el que renunciaba a encontrar nada más allá de la conciencia. Espárragos y monotropas —su flor preferida— insufladas de una gran belleza carnal. Ese es su legado: «La verdad es algo tan raro que es una delicia decirla». Delicioso releer a Emily Dickinson, pensarla ante su mesa de cerezo ciento veinticuatro años después.
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