De la gente que conocemos, con el tiempo, nada es tan tenaz en el recuerdo como la atmósfera que traen consigo, si proyectan un aire fétido o chispeante, un gesto elegante o una mano sudorosa, y siempre que no se trate de esos seres anodinos, sobresaldrá un detalle a partir del cual reconstruiremos su identidad. Así me ocurrió hace años, en el Col·legi d’Advocats de Barcelona, cuando conocí al jesuita Miquel Batllori, hombre de amplia cultura y eminente estudioso de los Borgia. Qué gran oportunidad para hablar de aquellos papas valencianos que dominaban con mano de hierro una curia corrupta, y que, como escribió Manuel Vicent, «alternaban el perdón con el veneno». Pero no es ese el fragmento que conservo en la memoria de aquel encuentro, sino otro puramente anecdótico: cuando nos despedíamos, a pie de ascensor, yo les cedí el paso a Batllori y a su bastón italiano, pero el religioso me dijo: «Señorita, los hombres podemos llegar a perder la fe, pero la galantería, jamás, pase por favor». Con su gesto cortés también almacené el recuerdo de un humor mundano, una grandeza vital y cierta distancia ante ese mundo de poder, intrigas y política que se enclavan dentro del muro del Vaticano.
Por entonces ya había corrido la leyenda del papa negro, Pedro Arrupe, que durante años, cuando Juan Pablo II salía de buena mañana a visitar alguna iglesia cruzando el Vaticano con su mercedes negro, iba a su encuentro para arrodillarse ante él. Dicen que Wojtyla siempre simulaba que no le veía, y jamás lo saludó, pero, ya en su lecho de muerte, acudió a visitarle en varias ocasiones. Supongo que ese gesto, al igual que las medidas palabras del papa Benedicto durante esta Semana Santa, obedecen a actos profundamente sopesados. Una especie de blindaje ante la adversidad, y sobre todo la convicción de no otorgar ventaja a los enemigos.
Al Papa se le critica estos días por no haber sido más contundente ante la cadena de abusos sexuales cometidos por obispos y sacerdotes. También se le ha reprochado la doble moral ejercida con otros asuntos que, lejos de ser discretamente silenciados como los delitos de los curas pederastas, han propiciado campañas publicitarias de impacto, como el tema del aborto. Se ha abierto la caja de los truenos de los curas abusadores y sádicos, los cuales, en muchos casos, nunca habían sido denunciados, como ha ocurrido en el seno de muchas familias en las que madres y padres permanecieron impasibles ante el terror al que se sometía a sus hijos. La conmoción del dolor y la convicción del trauma. El abuso de poder, bajo el manto de la misericordia, es un acto aún más maligno. Una profunda herida que debe ser cauterizada y penalizada.
No tengo tan claro que la actitud de Ratzinger sea la de un cobarde. No tuvo miramientos en condenar al pederasta Maciel a pesar de su influencia en Roma, y en su cautela tal vez resida la duda necesaria para afrontar las oscuras verdades que se han escondido en la casa de Dios. El debate del celibato —aunque, según teólogos y estudiosos, no guarde relación directa con la pederastia— ha estallado al descorcharse la botella. Y ha emergido de nuevo el eco de la represión y fobia al cuerpo, de las camisas de dormir que sigue recomendando la Iglesia —que entiende poco de moda— en lugar de la lencería de La Perla. No tendría que ser una ingenuidad desear que sean desautorizados quienes predican que la violencia doméstica y los abusos sexuales son producto de las familias desestructuradas. Quienes siguen negando el preservativo y recomendado una fidelidad utópica en los poblados de África infectados de sida. O quienes no se atreven a abordar asuntos como la marginación que sufre la mujer en la Iglesia católica en el siglo XXI. Vean sino: cuerpo, sexo, mujeres, asuntos que se siguen archivando por los siglos de los siglos, ajenos al progreso.
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