Saltar al contenido →

Bibliófagos

Tantos libros sin leer. Aún así quieres mantenerlos en el mismo lugar, como un trofeo. Ordenarlos en un escaparate particular, aunque de la mitad sólo hayas ojeado su índice, acaso sus primeras cincuenta páginas. Pero, confías, algún día retomarás su lectura y serás capaz de abrirte paso entre sus sintagmas y sus intenciones, terminar por fin Ulises, o Bella del Señor. O no. De todas formas seguirán ahí, junto a los clásicos que leíste en BUP y COU, lecturas de juventud que contribuyeron a determinar nuestra particular visión del mundo y que, al releerlos, nada tienen que ver con el recuerdo que conservábamos. Allí permanecerán con orgullo los poetas que te iluminaron gracias a su brevedad y su látigo, amenazados por el paso del tiempo que amarillea sus hojas, como las viejas antologías de Losada y Barcino. Existe una gran literatura sobre la relación que la gente establece con sus libros, cómo los elige, ordena, o se deshace de ellos sin remordimientos. También de cómo se entretiene buscándolos, y en ese trance descubre aquello que no buscaba, pero que acaba siendo providencial.

En su entretenido libro Bibliotecas llenas de fantasmas, Jean Bonnet cuenta que durante años tuvo que sacrificar su apetito bibliófago hasta que dispuso de una desahogada situación inmobiliaria. Los libros llegaron a tapizar las paredes de su baño, impidiendo que pudiera utilizar la ducha y obligándole a bañarse con la ventana abierta para evitar el vaho. Cuenta que la única pared que permanecía desnuda en su casa era la de la cabecera de la cama, debido al trauma que le produjo enterarse de que el compositor Charles-Valentin Alkan había muerto aplastado por su biblioteca. Bonnet también revisa las diferentes maneras que proponía George Perec para ordenar los libros: desde la ortodoxia alfabética, hasta la clasificación por continentes, formato o color. Hay propietarios obsesivos y meticulosos que tienen la energía necesaria para seleccionar, limpiar y expropiar títulos. Pero una gran mayoría disfruta apilándolos con la ilusión de dominar el dulce caos. Borges sostenía que el paraíso era una biblioteca, y el acontecimiento más importante de su vida, heredar la de su padre. Y Umberto Eco esgrimió la siguiente hipótesis: «Si Dios existiera, sería una biblioteca».

Precisamente Eco, junto a Jean-Claude Carrière, acaba de publicar Nadie acabará con los libros, un diálogo entre París y Monte Cerignone en el que los autores están dispuestos a demostrar que el papel coexistirá con el libro electrónico. Ambos ejercen de viejos resistentes que no cambian un e-book por un incunable, ni siquiera por una edición de bolsillo, porque, dice Eco: «No me permite leer en la bañera, ni tumbado de costado en la cama». De cuántas maneras distintas leerá la gente. Con sus manías, sus rutinas y sus poses. Y cómo llevarán sufridamente esa enfermedad, de cuyo nombre no quiero acordarme, que ataca a quienes desearían leer mucho más. Esos que a menudo se avergüenzan de la minúscula cantidad de libros devorados, pero que enseguida se autoexculpan con la socorrida falta de tiempo. Muy claras demostró tener las ideas Philip Roth en la entrevista con Xavi Ayén en el Magazine de La Vanguardia del pasado domingo: «Vivimos la era de las pantallas. Cuantos más dispositivos salen, más llamativos son. La concentración necesaria para leer una novela se da en unas circunstancias que no son las de la vida de hoy. Es la era de los artefactos electrónicos». Pero, a tenor de las numerosas novedades que este Sant Jordi volverán a salir a la calle, y del crecimiento del sector editorial en el 2009, es evidente que hoy tenemos una gran necesidad de leer y escribir. ¿Por qué? Quizá la respuesta la tenga el eminente médico polaco Andrzej Szczeklik, quien se propone demostrar lo que llevamos tiempo sospechando: la literatura, como la ducha, tiene efectos terapéuticos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *