«Los biólogos son hoy los auténticos filósofos», me comentaba hace unos días Camilo José Cela Conde, antropólogo social neodarwinista que también transita por los pasadizos de la neurociencia y estudia los cerebros para determinar por qué nos atraen unas personas y no otras. Las conclusiones de dicha investigación dejan latentes el misterio y el interrogante. ¿Cuánto hay de programación genética y cuánto de construcción cultural para determinar por qué se estimulan nuestras neuronas ante algo o alguien? Cuando sentimos el temblor de la belleza, a menudo enmascarada por el deseo. Ese aguijón que hace temblar empresas y estados, esa razón «de peso» para entender por qué uno de cada cuatro españoles confiesa que ha engañado a su cónyuge a causa de un imán irresistible. Pues bien, la respuesta es que no hay respuesta.
Los biólogos —cuando aún no eran filósofos— pensaban que algunas especies, sobre todo de pájaros, permanecían junto a su pareja toda la vida. En el reino de los humanos se imitaba su ejemplo, y se hacía lo que se podía hasta que se legalizó el divorcio. Hoy, gracias al ADN, se ha demostrado que aunque algunos animales establezcan relaciones monógamas, sexualmente optan por la poligamia. Incluso los gansos, los cisnes y los tan mitificados caballitos de mar, que tantas falsas esperanzas infundaron. El caso es que entre las célebres parejas infieles, belleza y poder van siempre de la mano, representando un espejo social que diviniza dichos atributos. Hasta el punto de que cuando se aliñan los dos ingredientes —Sarkozy-Bruni, TigerWoods, Jolie-Pitt…—, aunque la noticia sea el rumor de la noticia, ocupa las primeras planas de los periódicos.
A partir de la crisis del realismo, la belleza se convirtió en atracción y gusto subjetivo. Y lejos del paradigma objetivista, ganó en complejidad y artificio. Hume o Einstein ya se encargaron de relativizarla, concluyendo que esta reside en el corazón de quien la observa. Pero la belleza, entendida como pausa en el tiempo, se ha ido apartando del discurso dominante, y en nuestra sociedad se ha instalado la idea de una belleza agonizante y efímera. Como una ilusión. Si somos razonables y sensatos, advertiremos que en la realidad tan sólo de vez en cuando se concreta alguna ilusión. En general estas permanecen en la recámara de nuestras vidas aunque resulten de gran utilidad: inspiran y funcionan como un referente para regresar a ellas cuando la carrera de fondo del día a día se hace insoportable. Una de estas fantasías es la belleza, igual que la pareja perfecta, y en el mensaje universal se sobreentiende que lo importante no es poseerla, sino vivirla como una experiencia, por fugaz que sea. Ay, este mundo adúltero que en lugar de disfrutar de las ventajas del largo y bello amor, se complica la vida para sentirse despierto.
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