Las provocaciones políticas cobran una gran importancia cuando desafían ese concepto tan ambiguo denominado «políticamente correcto». Ambiguo, porque a veces se confunden la réplica con la difamación y la boutade con el insulto. La primera cuestión que tratar es si el lenguaje determina el pensamiento. Con la corrección – sobre todo lingüística-en nuestra sociedad se establece un fenómeno difícil de sistematizar. Es desde su propio tejido, y a partir de sus movimientos cinéticos, como ha anidado la sensibilización hacia el otro, sea cual sea su etnia, sexo, clase, edad… Pocos se atreverían hoy a considerar un asesinato por malos tratos como un «crimen pasional» o a un africano como un «negrata». Afortunadamente, prevalecen el sentido común y el respeto —más profundos que la mera corrección— para dirigirse a las mujeres, antaño «menores de edad mental» y por tanto privadas de opinión: tontas, débiles, histéricas, amargadas, putas y mal folladas.
Lo más escandaloso de los agravios del ex concejal Martí a Mònica Terribas no es que lo diga —que por supuesto lo es— sino que lo piense. Que aún existan hombres influyentes que dividen a las mujeres entre «bien folladas» y «mal folladas» demuestra que el machismo pervive en las cúpulas del poder, y también que el lenguaje permite que se trasluzca la ideología, porque en la naturaleza de los insultos se esconden las raíces de cada espacio moral. Algunos rechazan la autoridad del significado y alertan acerca del peligro de instalarnos en lo vacuo o en el pensamiento único. Pero existe una gran barrera entre lo hipócrita y cansino de lo políticamente correcto y el escupitajo incivilizado.
No fue una palabra sino un bochornoso gesto la última expresión políticamente incorrecta de Bush, jr.: limpiarse la mano en la camisa de Clinton después de haber dado la mano a un haitiano (además de lo que supone que un ex presidente utilice a otro como un kleenex). Ya sé que es un lugar común criticar a Bush, pero cada vez lo pone más fácil. Igual que Berlusconi, que continúa pavoneándose de sus viagras, estos días en una campaña electoral en la que ha tomado todas las televisiones para el uso y disfrute del ahora llamado «partido del amor». Qué vergüenza, tanta como la que debió de sentir Zapatero cuando fue invitado a Villa Certosa, y su dueño le mostró las camas redondas para las velinas. Cuando le pregunté por este asunto en la tradicional copa de Navidad a los periodistas, el presidente hizo el gesto de haber vivido lo inenarrable, pero se contuvo: «No puedo hablar de alguien que está convaleciente» (en aquellas fechas a Berlusconi le habían partido la cara). Un ejemplo de diplomacia, pero también de la autocensura que supone lo políticamente correcto cuando nos impide conocer el mundo en versión original. El caso es que la bufonada y la estulticia, en política, salen gratis.
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