De pequeña, durante un par de veranos, fui a aprender a coser con la tía Josefina, la primera vegetariana que conocí, gran defensora del ayuno y la frugalidad que, según se rumoreaba en el pueblo, tenía además muy buena relación con los espíritus. Agosto dormitaba una larga siesta, mientras en un callejón empedrado una docena de niñas aburridas llenábamos con nuestros murmullos la tarde y sosteníamos entre las rodillas un telar, experimentando el sádico pero a la vez dulce placer de perforar con una aguja la tela tensada. Pinchábamos al derecho y al revés, a veces absortas en el agujero que al instante florecía con el hilo, como la rosa que intentábamos bordar. En mi caso, y dada mi torpeza, los pensamientos nunca pudieron vagar con libertad cuando cortaba el hilo con el molar derecho, como le habíamos visto hacer a Josefina. A día de hoy, apenas sé coser un dobladillo porque en aquel tiempo teníamos prisa por aprender otro tipo de cosas, las que creíamos necesarias para la vida y que pasaban por los hilos de la cultura en lugar de la costura. Las labores representaban parte de aquello que mi generación no quería ser. La abnegación y la renuncia. El transistor junto a la máquina de coser, mientras afuera el mundo construía rascacielos, embarcaba aviones y entregaba premios Nobel. A día de hoy, cuando las manualidades son asunto de algunos escolares y el macramé o el punto de arroz lo firman nuestros diseñadores predilectos, hay mujeres que retoman las agujas de punto, y no como única opción para entretenerse ni por su efecto lexatín. En Nueva York, se forman largas colas en las tiendas del Soho especializadas en materiales, instrumentos y accesorios para hacer punto, coser y acolchar guata, una afición que va ganando adeptos entre los jóvenes. En EE.UU. lo han bautizado como the new domesticity. Me lo cuenta la rectora de la Universitat Oberta de Catalunya, Imma Tubella, y asegura que es un movimiento exento de prejuicios de género que considera las arts & crafts como una metáfora de las redes sociales y el hogar como un concepto dinámico. Una comunidad alrededor de un patchwork o quilt imaginario que se construye con las aportaciones —retales— de cada individuo. También podría ser una metáfora de la universidad moderna tejida de ideas plurales más allá del claustro.
Existe pues una corriente que promueve la artesanía, justo cuando muchos oficios se extinguen y los bordadores y sombrereros han sido sustituidos por la perfección uniformizadora de la máquina. No obstante, son las pequeñas imperfecciones, las rugosidades o los relieves quienes convierten el objeto hecho a mano en una pieza única con identidad propia. El sociólogo Richard Sennett afirma que los artesanos representan la condición específicamente humana del compromiso: su trabajo no es meramente el medio para un fin que los trasciende. Es durante el proceso donde se saborea la recompensa emocional, como demuestran con su habilidad y dedicación los orfebres, luthiers, tejedoras, zapateros o cristaleros.
La artesanía lleva implícita su condición anecdótica en este mundo que sigue subiéndose y bajándose de los aviones, sigue construyendo rascacielos y entregando premios Nobel. También supone una reivindicación de la paciencia y un método para alcanzar cierta ataraxia, ese grado de ensimismamiento necesario para encontrar el todo y la nada cuando parece imposible ralentizar el tiempo. Esa aparente facilidad que contagia la destreza, igual que cae la fruta del árbol maduro, siempre tendrá un valor diferencial: el que transmite la satisfacción por el trabajo bien hecho.
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