Sí, reabramos el debate de la inmigración. Un contrato de empleada doméstica es, hoy por hoy, papel mojado, inútil metáfora cuando no hay papel de por medio. Basta con un acuerdo verbal que prevé el despido fulminante si quedan embarazadas o sufren un accidente laboral. No hay números exactos, pero según las encuestas de población activa, unos 800.000 hogares contratan empleo doméstico, y sólo 300.000, la mayoría mujeres e inmigrantes, están afiliadas al Régimen Especial de Trabajadores. «Especial» significa que no tienen derecho a desempleo. Asistencia sanitaria, y a Dios gracias. Se trata de un estatus definido por una tradición explotadora que han heredado, sin cuestionarla, desde gente caritativa hasta los más progres: salarios mínimos, dos medias pagas, día y medio de descanso y 60 horas semanales recogiendo calzoncillos y pañales. Hasta dormir tranquilas, sin el temor a ser detenidas a las puertas de Caprabo, suelen pasar un par de años: falta una firma, un sello, otro certificado. Y ese tono de suficiencia, que la empleada de turno jamás se atrevería a usar con su vecino, lo suficientemente humillante para reducirlas a una miniatura humana, la última casta de nuestra civilizada Europa.
Suelen llegar adiestradas para soportar las frustraciones pequeñoburguesas de sus amos: que el jersey no encoja o que ni una mota de polvo empañe la belleza del cristal de Murano. La buena educación recomienda preguntar poco y así evitar que cuenten sus incómodas penas. Los biempensantes, en sus ratos libres, se entregan al pasatiempo de criticar al servicio, mientras ellas dan de cenar a los niños. Alos suyos los abrazan por teléfono durante meses, años. Los locutorios, uno de los paisajes urbanos que reúnen más emociones, son su alcoba privada, donde tragan lágrimas de extrañamiento. La soledad, la intemperie, su primer invierno. Quienes toman impulso y cruzan océanos, dispuestos a perder su identidad y a probar a cada rato su inocencia, son gente valiente y emprendedora; muchos, los mejores en su tierra. Aquí bajarán basuras, atenderán a los dependientes, y algunas caerán en manos de agencias que las explotan.
Y mientras se debate la voracidad de los inmigrantes como acaparadores de los recursos públicos, algunos querrían que se hicieran invisibles después de empujar el cochecito hasta la hierba del parque o atender a sus ancianos padres. Sólo la ceguera y la insolidaridad pueden permitir que se alargue la cadena. En quince años, seremos, tras Japón, el país más envejecido del mundo, y la demanda de empleadas domésticas y cuidadoras crecerá. ¿Seguirán en régimen de semiesclavitud? Porque busco en la hemeroteca y leo un titular del 21 de mayo del 2007: «Las empleadas de hogar podrán cobrar el paro». Las inmigrantes que limpian las babas nacionales son pacientes. Y continuarán esperando.
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