Hace tres meses se estrenó en Francia el documental El infierno de Henri-George Clouzot, la historia de una película inacabada y a la vez una implacable muestra de cómo la oscuridad logra alumbrar una creación hasta que el corazón revienta. Realizada por Serge Bromberg —un exquisito coleccionista que le arrancó a la viuda del cineasta las cerca de 13 horas rodadas de la película—, el documental empieza con el propio Clouzot contando que acaba de salir de una depresión producida por la muerte de su primera mujer. Durante las noches de insomnio ha escrito una historia en la que uno de sus protagonistas está trastornado, y tras cuatro años de inactividad, va a rodarla. Y bien que lo hizo, durante tres semanas en las que el personaje interpretado por Romy Schneider es acechado por su marido, el dueño de un hotel de provincias atormentado por la sospecha de que su mujer lo engaña. No puede vivir porque teme perderla. ¿Dónde quedaron los felices comienzos, la boda, la compra del hotel, el nacimiento de su hijo?, se pregunta el protagonista mientras se afeita. Clouzot sufrió una crisis cardiaca en pleno rodaje, y aunque murió 13 años después, nunca la terminó (lo haría cuarenta años más tarde Claude Chabrol). En El infierno, la vida real estaba rodada en blanco y negro, y las alucinaciones de Marcel, el marido enfermizamente celoso, en color. No hay mejor mirada para representar la danza imaginaria en una mente espoleada por la sospecha.
Los celos manifiestan el terror a perder lo que se tiene, y la idea del rival —a veces imaginario— oculta lo que en verdad preocupa: que el amado deje de amar y se debilite su incondicionalidad. Como una lluvia pegajosa y persistente. Proust comparaba los celos a un historiador sin documentos y Kafka sentía envidia por todos los escritores que le gustaban a su amada, Felice Bauer. Ahora, Catherine Millet, la mujer que en el 2001 dejó boquiabierta a la sociedad francesa con la que compartía bandejas de petit-fours al narrar con una rigurosa economía de adjetivos su vida sexual, publica nuevo libro. Celos. La otra vida de Catherine Millet (Anagrama) surge cuando la autora, un día en el que tiene tiempo para pensar su vida matrimonial, descubre que su marido sale con otras mujeres en secreto. Ningún reproche, ambos son libertinos, forma parte del pacto. Pero su amor propio y un indomable sentimiento de posesión quieren dar testimonio de las contradicciones humanas. «Imagino que muchos de mis lectores y lectoras han sentido celos y desean saber, verificar, constatar si les pasó lo mismo que a mí», declaraba en una entrevista.
En la sociedad de la desconfianza, la que teme y se anula en lugar de expandirse y ganar; la que no disfruta de lo que tiene, sino de lo que ambiciona; la que siente más placer al preparar un viaje que al viajar, los fantasmas de los celos escenifican una y mil veces el drama de Otelo. Estudios que demuestran cómo Facebook aumenta los celos en la pareja, la avalancha de peticiones de pruebas de ADN, o el boom en Alemania e Inglaterra de los detectives que tienden trampas sexuales, son algunos ejemplos de la fuerza de un sentimiento destructivo, inhibidor y doloroso y sus formatos contemporáneos. Los celos se han sofisticado tanto que algunas personas recurren a modernos Sherlock Holmes para comprobar la fidelidad de su pareja. Y la ponen a prueba previo pago a detectives y actores que ejecutan la simulación. La tecnología al servicio de la sospecha tiene efectos mucho más perversos que aquel rastro de perfume en el cuello de la camisa. Ya lo supo ver Clouzot al borde del infarto: lo real es blanco y negro, los celos están saturados de color.
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