En el espacio de Carles Taché hay una gran concentración de público: jerséis negros, gafas danesas y botas australianas. Ya han vendido, por 20.000 euros, la primera fotografía estenopeica de Alberto García-Alix, un autorretrato en fuga. Es la jornada para coleccionistas y tarjetas vips regadas de Ruinart. Arco es tan excepcional que la entrada cuesta 32 euros, más que la de cualquier museo del mundo. Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, en la Ser, le confesará el sábado a Montserrat Domínguez que se trata de una feria provinciana, dedicada a vender metros cuadrados. Pero aún es viernes y huele a barniz, también a visones y Eau de Soir aunque sea mediodía bajo el cielo lechoso de febrero. En Madrid siempre hay gente que se emperifolla a la hora del vermut ante un jamón de Joselito, pero también entre cuadros raros, cuanto más raros mejor. En el luminoso de Chema Alvargonzález que corona la Taché se lee «Visible», un reclamo exacto en tiempos en que lo importante es sacar la pata, tener una marca y hacerse ver por el camarero.
Arco es la feria de la «visibilidad», una de las propuestas, para el nuevo milenio, según Italo Calvino, entendida como la capacidad de pensar con imágenes. La alta fantasía que procede de la parte más elevada de la imaginación, donde se deposita la verdad del universo. Pero ¿en la fantasía del arte de Damien Hirst habita el conocimiento? ¿En los tiburones podridos de 12 millones de dólares que hacen temblar a los subastadores?, ¿o en la polémica escultura del musulmán postrado —sobre él un sacerdote católico y un rabino a modo de castellers— que compró una coleccionista belga por 50.000 euros? El arte como marca de lujo ha sido tachado de mercantilista y fraudulento, impactante y hueco, aparentemente subversivo pero subvencionado y, sobre todo, como aseguran algunos críticos, ininteligible tanto para el ciudadano como para el experto. A menudo nadie entiende nada, sólo vale la ocurrencia, el sentimiento, y también el precio.
En la última edición de Arco se ven muchas palabras en las paredes, elevadas en su propio aforismo. Un artista cuenta que las suyas (lips, song, suck, y varias veces fuck) pretenden sugerir imágenes al espectador. No al revés. Me acordé de Janet Green, casada con Gilbert de Botton, uno de los patronos de la Tate Gallery, cuyo hijastro contó que le fascinaban las obras con la palabra fuck, tal vez para escandalizar a los de su círculo, demostrando que una persona cultivada puede amar los cuadros provocadores y salir bien en la foto. Entre el placer estético y la especulación, el fraude y el talento artístico, las pujas de millonarios rusos y la necesaria vanguardia —el mejor ejemplo: aquella Bienal vacía de São Paulo, en la que no hubo cuadros, sólo experimentos—, el arte hoy busca su significado mientras se deja querer por el dinero.
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