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Angela, mi chica

Qué lejos quedan los tiempos en que Helmut Kohl se refería a Angela Merkel como mein mädchen: mi chica. Ella, una ossi, como les llaman a los ciudadanos de la RDA, hija de pastor protestante, casada en segundas nupcias, sin hijos y sin foto, había empezado a pasear su ambición tan correctamente vestida de tenacidad por los pasillos del Bundestag. De política advenediza pasó a ser considerada pieza de transición, una pragmática que acabaría gobernado la gran coalición apremiada a reflotar Alemania. En su primera campaña electoral no tuvo reparos en acusar al SPD y a Los Verdes de haber saqueado la Seguridad Social. Después firmaría medidas de urgencia: cuadró a la banca, retrasó la jubilación hasta los 67 años, concedió 2.500 euros por coche viejo —¿les suena?—, subió el IVA y anunció un «dinero para padres». Nunca le faltaron críticos. Y sus cromosomas tampoco jugaron a su favor. Doris Schröder manifestó que quien tan poco había hecho como ministra de Juventud y Familia jamás podría entender la situación de las madres trabajadoras, las llamadas despectivamente rabenmutter, madres cuervo, por una amplia mayoría tradicionalista.

La prensa siempre le ha reprochado su falta de carisma y de fotogenia, una canciller gris y conservadora sin encanto ni bolso. Pero a Merkel le bastan sus manos. Ese gesto. Las manos en ojiva, o en posición del campanario bajo: pulgares e índices formando un triángulo que indica confianza y superioridad. Lo repite siempre que se convierte en la única mancha de color entre corbatas. Cuando les espetó a los banqueros de su país: «Tenemos un sistema bancario subdesarrollado». O al acusar a los de General Motors de irresponsables. Y tras la rehabilitación del lefebvriano obispo Williamson, negacionista del holocausto, cuando exigió que el Vaticano condenara su inadmisible negación por vez primera. La banca, la General Motors e incluso el papa Benedicto besaron su mano. Ni Sarkozy, con sus tres besos, ha conseguido invadir su espacio proxémico, que proyecta una atmósfera contenida y pudorosa. En una reciente entrevista contaba que los viernes le hace la lista de la compra a su marido, el físico Joachim Sauer, para que el sábado ella pueda hornear una tarta de grosellas. Estos días, cuando compareció junto a Sarkozy en Estrasburgo para anunciar el rescate de Grecia, se apoyó de nuevo en la geometría de sus manos para expresar firmeza y cautela. También reticencias. ¿Falta de liderazgo en Europa? ¿Soft power o hard power? Ahí tienen a Angie, miss Mundo —como burlonamente se refería a ella The Economist hace un par de años—, cuyo mayor escándalo ha sido el de lucir un generoso escote en la inauguración de la Ópera de Oslo. Entonces, algunos, nerviosillos, bramaron: «Por fin es una mujer». Hoy, la economía de Europa está en el equilátero de sus manos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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