En el mundo, según un reciente estudio de Unicef, hay 100 millones de niños sin escolarizar. La lectura romántica es que nunca podrán escribir en una pizarra ni oler una goma de borrar porque no nacieron con este privilegio en su cartilla. ¿Cartilla, digo? Qué ingenua literatura, si carecen incluso de grupo sanguíneo. La lectura real es que mientras en Occidente asistimos a refinados debates sobre el regreso de la autoridad perdida, ese drama de adultos, en el tercer mundo la condena a la ignorancia forma parte del peaje de haber nacido pobre. ¿Tercer mundo? Kapuscinski, especialista en tierras de parias, aseguraba que el tercer mundo no es un término geográfico, ni siquiera racial, sino un concepto existencial: «Indica precisamente la vida de pobreza caracterizada por el estancamiento, por el inmovilismo estructural, por la tendencia al subdesarrollo, por la continua amenaza de la ruina total, por una difusa carencia de soluciones». En el tercer mundo de Haití, por ejemplo, los colegios privados de la Montaigne Noire, donde viven los ricos, no han sufrido ni un rasguño, mientras que en el resto del país, las pocas escuelas existentes se han desplomado con sus alumnos y profesores dentro.
Cuando la gente del primer mundo viajaba a uno de sus paraísos vecinos, República Dominicana, destino de la jet española y también del all included, ya sabían que al lado sólo habitaba la miseria, el oscurantismo y el narcotráfico. Y que el 55% de su población era analfabeta. Porque detrás del Estado fallido de Haití, de ese lugar golpeado por el infortunio completamente aislado y ajeno a cualquier organismo internacional, ha anidado la ignorancia como arma de destrucción masiva. La que es capaz de convivir y consentir la barbarie, la corrupción, los matrimonios forzados, las violaciones y la esclavitud infantil. El año pasado, Amnistía Internacional, en vísperas del día universal del Niño, lanzó una campaña para presionar al Gobierno haitiano a fin de crear un marco legal que protegiera a la infancia. A las más de 100.000 niñas haitianas que son empleadas domésticas sin sueldo, a cambio de un plato de comida. También sufren abusos sexuales y violencia. ¿Derechos? ¿Sin leer ni escribir? Su única alternativa es malvivir en la calle, prostituirse.
De puerto franco de venta de esclavos a segundo Estado independiente de América, la historia de Haití está plagada de abusos y machetazos, pero también de desidia. Sus gobernantes han logrado borrar a su país del mundo. Y al mundo no le parecía mal mirar a otro lado, tener que esperar a un desastre natural para recordar que existe. El dolor y la tragedia son más civilizados cuando se producen en un lugar próspero. A diferencia de los niños afectados por los terremotos de Japón o los huracanes norteamericanos, los huérfanos de Haití —los que esperan ser adoptados por esos padres valientes que se han movilizado, y los que se quedan— duermen en la calle. «No puedo dejar de escuchar sus risas», dijo en el Telediario uno de los miembros de la asociación religiosa Acoger y Recibir que hace poco más de un mes inauguró la escuela infantil San Gerardo. Sus risas, y el murmullo excitado del patio de colegio; pocos sonidos representan mejor la vida en estado puro. Tampoco hay mayor estampa para expresar tanta derrota que una escuela derrumbada.
Ayer, la vicepresidenta Fernández de la Vega declaró que son los haitianos quienes deben liderar la reconstrucción y conducir su destino. Dice bien, un país debe ser reflotado por quienes lo integran y no por un salvador, la historia está llena de ejemplos. Pero con más de la mitad de la población analfabeta y tan sólo cuatro escuelas para niños ricos, las próximas generaciones sólo pueden confiar en la solidaridad internacional para tener derecho a un pupitre, a una goma de borrar y a la única llave capaz de proteger su libertad.
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