Las enfermedades del alma integran la idea romántica de la formación del carácter. La bilis negra, como le llamaban los griegos a la melancolía, el refinado mal de coeur francés o el mood inglés destiñen el color de los días.
Desde la influencia de los sueños en la vigilia hasta el neoyorquino bad hair day —para muchas mujeres, llevar el cabello desaliñado provoca un malestar existencial—, ha sido pródiga la atención que han recibido los variados tipos de desánimo: la visión pesimista de la vida, en forma de escepticismo autodestructivo, de nihilismo, o las múltiples objeciones que conducen a la parálisis existencial, convirtiendo el deseo en tedio. Gramsci afirmaba que el pesimismo es un asunto de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Una voluntad parodiada por Voltaire como un valor positivo pero propio de idiotas. Fue un poeta inglés, Coleridge, quien creó el término antagónico a optimismo para oponerse a Leibniz, que proclamaba aquello de que este mundo es el mejor de los mundos posibles. Desde entonces, hemos asistido al reinado absolutista del pesimismo ilustrado.
Tan sólo desde hace una década se estudian en las universidades los aspectos positivos de la mente y diferentes investigaciones aseguran que existe una íntima relación entre la psicología y la biología. La palabra clave es actitud, porque está comprobado que los optimistas viven un 19% más que los agoreros. Aun así, el optimismo no ha gozado de prestigio intelectual, mientras que el pesimismo ha sido considerado sinónimo de lucidez.
Al optimismo en política se le llama buenismo. Una expresión que surge de un libro editado por la FAES, la fundación de Aznar. Sus autores han dado en el clavo al conseguir que también la izquierda utilice el término, aunque sea para defenderse. Por buenismo se entiende la ingenuidad de quienes creen que en este mundo cabemos todos y que existe la esperanza de lograr un sólido Estado de bienestar. Quien no ladra ni se muestra intolerante, abraza el multiculturalismo y el diálogo y no toma decisiones impopulares es buenista. Para algunos, incluso la Carta de Derechos Humanos lo es e imagino que también Jesucristo, Gandhi y los superhéroes.
Mandela y Obama —lírico aunque bronco ante los tipos de la banca— y, por otro lado, Zapatero, con o sin baraka, e incluso Rajoy garantizando café para los sin papeles han sido etiquetados en la prensa con este término tan feo y cansino. Pero lo más tremendo de él es su antagónico: ¿serán todos los que no son buenistas malistas? Hace unos días, una neuróloga de Texas publicó un estudio confirmando que cuanto más se usan los lóbulos frontales del cerebro —asociados al racionamiento y a la capacidad de planear y resolver problemas—, menos optimista se es. No sé qué lóbulos utilizará cada uno, pero aun así le auguro al malismo una larga vida.
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