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Pedagogía de la imaginación

Laura estaba arrodillada, con medio cuerpo dentro del castillo de arena, mientras hacía avanzar por las torres a una vieja muñeca a la que le faltaba un brazo, una Nancy. Marta, su hermana pequeña, la observaba en silencio hasta que le plantó un cangrejo de plástico en la torre de enfrente: «Hola amiguita, mi mamá ha murido (sic)», «la mía también», responde Laura. «Y ahora, cangrejito, te voy a poner una inyección». Pero el cangrejo dice: «Vas guapísima, podemos casarnos y vivir en una de estas torres». Laura derriba con energía al cangrejo y lo lanza al foso del castillo, «yo no me voy a casar porque no quiero enseñar las tetas a un chico». Y entonces, las dos hermanas se cubren de arena, rodando por la orilla y empiezan a bajarse los bañadores, haciéndose cosquillas la una encima de la otra, hasta que un mal gesto suspende las risas que se convierten en llanto, y me doy cuenta de lo fácil que resulta ahuyentar la felicidad a todas las edades. «Mamá —dice la mayor— ¿podemos ir a casa a jugar con el ordenador?». En cinco minutos las niñas han tocado tres grandes temas de la humanidad, asuntos que no comprenden pero que revelan a través del juego: la muerte, la enfermedad y el sexo. Pero cuando la contrariedad atraviesa las almenas del castillo de arena, la huida más inmediata es un ordenador.

La imaginación, en nuestro sistema de valores, está mal cotizada. El mercado, ávido en crear insatisfacción y desencanto para que la gente consuma más de todo, y cuanto más absurdo mejor, se esmera en exprimir la fantasía durante la primera
infancia, cuando muchos padres se afanan en estimular la inteligencia de sus pequeños a través de juguetes bien elegidos; gente convencida de que se puede aprender jugando, construyendo una realidad paralela y menos enferma que lo real, para que sus hijos se expresen desde el paraíso de la inocencia. Pero a medida que los niños crecen, los duendes se transforman en videojuegos, la magia tan sólo es un lugar para visitar en formato de parque temático, y la ensoñación va reduciéndose a una actividad para vagos que dejan bostezar las horas. Leo en el periódico que los niños ven 20 minutos menos de televisión al día, y al principio creo que es una buena noticia, pero esos mismos minutos los destinan a jugar con el móvil y otro tipo de máquinas interactivas, engullidos en un mundo virtual donde la invitación al juego se convierte en una especie de adicción, o sea, una iniciación a la ludopatía. Es verdad que las televisiones han dejado de crear programas infantiles, no da dinero. Excepto TV3 —que tiene informativos para niños como en Inglaterra, y personajes como Los Lunnis o series como Los Simpson—, un desierto. Alumnos de segundo de primaria, en las sobremesas de verano, siguen los culebrones donde los arquetipos del amor, la traición y el mal son antiguos, machistas y mezquinos. Los niños quieren ser mayores muy deprisa porque el mundo que les rodea no potencia los territorios de la fantasía, si no se adultizan, se quedan fuera.

El trabajo diario que hacen todos aquellos, concienciados en la importancia de la coeducación, trazando límites, se ve constantemente sesgado por los valores tóxicos que avanzan desde la otra orilla, fabricando niños-adultos enganchados a una pantalla. «Nos acecha el peligro de perder una facultad humana fundamental, la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de pensar en imágenes». (Italo Calvino, sobre la visibilidad). Castillos de arena al aire. Tendríamos que hacer algo, ¿no?

(La Vanguardia)

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