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Notas sobre Italo Calvino

Tiene la nariz prominente y el arco de las cejas muy dibujado. En fotos que he visto los ojos le sonríen, a pesar de declararse un misántropo. Italo Calvino tuvo unos padres de esos que todos soñamos un día: una pareja de científicos y librepensadores, Marío y Evilia, que en los años veinte montaron una estación experimental de agricultura en Santiago de las Vegas, cerca de La Habana. A los pocos años de nacer Italo regresaron a San Remo, lugar que tenemos asociado a aquel festival de la canción tan kitsch, y que antes de la Segunda Guerra Mundial era una ciudad cosmopolita. A sus dos hijos les dieron una educación laica, además de inculcarles el amor por los microscopios y los libros.

Calvino tenía 16 años cuando estalló la guerra. A los 21 se hizo partisano, combatiente de la resistencia italiana. La brigada negra simuló en tres ocasiones el fusilamiento de su padre, delante de Evilia. Años más tarde, cuando se distanciaba del Partido Comunista, declaró que tal vez la política había tenido una importancia exagerada en su vida. Después de la guerra dejó sus estudios de agronomía y se graduó en letras con una tesis sobre Joseph Conrad. De vendedor de libros de crédito pasó a ser editor de una casa mítica, Einaudi, un fiel e implacable editor de los 24 a los 58 años. En Las Cartas del Azar, le reprocha a un escritor que utilice expresiones como «la chica tenía un perfume selvático»: «¿Pero aún crees estas cosas? Por Dios, si me dan ganas de romperte la cara». Sus compañeros decían que era un pésimo conversador, una sombra rubiogrís que apenas saludaba con el hombro.

Como escritor, al principio le atraen las fábulas, hasta que se convence de que el universo linguístico ha suplantado a la realidad y concibe la novela como un artificio con diferentes combinatorias; su obra más representativa, y con un título precioso, es Si una noche de invierno, un viajero…, una historia compuesta tan sólo de principios de novela, cada uno con un estilo diferente. Además de los juegos literarios, Calvino quiere demostrar que es imposible conocer la realidad: «La narración puede crear mundos pero no puede destruir el infierno de los vivos, y para combatirlo hay que dar valor a aquello que no es infierno». El mundillo cultural yanqui le hizo el honor de convertirlo en primer italiano invitado a ocupar la cátedra de Charles Eliot Norton Poetry Lectures en Harvard, donde anteriormente habían pasado Borges, T.S. Eliot u Octavio Paz. Fue su viuda, Esther Calvino, quien encontró el manuscrito «en perfecto orden, cada conferencia dentro de un sobre transparente y todas en una carpeta rígida, listas para el viaje». Seis propuestas para el próximo milenio, las tituló en inglés. Faltaba la sexta, de la que sólo llegó a escribir el título, Consistency, y un apunte del personaje de Henri Herman Melville, «Bartleby, el escribiente», el magistral autista de la historia de la literatura en quien quería inspirarse. Italo murió una semana antes de viajar a Harvard. Un ictus cerebral acabó con su vida cuando estaba descansando en su jardín de Pineta de Roccamare. El 20 de septiembre de 1985, minutos antes del funeral, la primera tormenta del equinoccio cayó sobre Roma.

Hoy, en la playa, llueve, y los destellos del faro de Trafalgar parecen empañados, luz mojada. He cerrado los ojos, he viajado hasta un aula de Harvard y me ha parecido escuchar su voz: «Mi conferencia de esta tarde partirá de esta constatación: la fantasía es un lugar en el que llueve».

(La Vanguardia)

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