Escuchar conversaciones ajenas es un entretenimiento delicioso; decía Hemingway, cuando vivía en una buhardilla de París, que si al sentarse a escribir se atascaba, bajaba a la calle, al mercado, capturaba una frase al vuelo y con ésta empezaba
a llenar páginas. Es un buen consejo, aunque yo creo que disimulo mal, me sonrojo, toso, y estoy a punto de pedir que me inviten a la conversación. No hace falta, los dos hombres no bajan la voz. «Ni duro ni borde, seductor», dice el mayor, a lo que el otro responde: «Los seductores son como taxis con la luz verde que prefieren las carreras cortas, y la mayoría de las tías buscan una carrera larga, ¿aún no te has enterado?, buscan el amor eterno. No ves que un buen seductor hoy tiene que parecer lo contrario, que no se ha comido un colín en su vida». Hay palabras que me producen estupor, como colín, y más cuando se sacan de contexto. No me puedo imaginar a alguien diciendo, «sí, acabo de empezar un colín», o «acabo de rechazar un colín», se me cae el alma al suelo. Sin duda es un acto de defensa humana; al llamarle a un muerto fiambre o al acto sexual, colín, la gente minimiza el asunto, como si no fuera con ellos y lo saca del plano existencial para llevarlo al doméstico, es más, al comestible.
Los hombres también pasan años enteros suspirando por Miss Right hasta que logran casarse con ella, pero cuando tiempo más tarde se separan, creen que estaban casados con la mismísima Miss Wrong. Resulta sospechoso que la mayoría de parejas rotas, las mismas que años atrás se encantaban, hablen de sus ex con virulencia —es un eufemismo—; «es que cambió mucho», se justifican, pienso que afortunadamente, e pur si muove, en el amor también hay evolución y no hay que esperar a que emerja la hiena que llevamos escondida en forma de microbio. La gente a menudo se enamora de lo que cree que es el otro, y le atribuye todas esas cualidades que soñaba en su ideal de mujer o de hombre; eso es irreal. «Me siento cómodo contigo», me dijo un chico, a los veinte años en un pub, mientras sonaba Sade, y yo, en mi combativa juventud, me ofendí y le contesté que no tenía vocación de sofá. ¡Un amor cómodo!, le reproché. «Pero si él te estaba diciendo que se encontraba muya gusto contigo, algo difícil para nosotros que al principio nos sentimos descolocados, a la expectativa», me comentó mi amigo Isak años más tarde, cuando nos reíamos de la anécdota en un restaurante de Barcelona. El lenguaje de los sentimientos continúa siendo un paradigma, lo resume el título de un cuento de Raymond Carver, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Hay gente que en lugar de plan de pensiones dice amor, y otra que en lugar de chalet adosado dice amor, y otra que por familia con perro dice amor, y otra que para decir: intensidad, ilusión, complicidad, ternura, paciencia, risas, desacuerdos, crisis, orgasmos, dice amor. Hay muchos tipos de gente.
Los dos hombres siguen repasando con urgencia su manual de seducción. «No soy partidario del sexo antes de la primera cita, éntrale así, es de Woody Allen», y se parten de risa. Me gustaría decirles que la seducción es lo más fácil, una especie de hotel de cinco estrellas, con un excelente room service. Hasta que vuelves a casa.
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