Saltar al contenido →

Maletas de viaje

Por aquí vamos recogiendo, y eso que la mar hoy está pintada de cuatro azules y las olas se te enroscan en las piernas como serpentinas de espuma. Tendrían que fabricar un perfume que oliera a mar, pero afortunadamente la naturaleza se resiste a ser capturada por la química. No sólo es olor a salobre, sino a arena, a algas, a macadamia y coco, a peces que se mezclan en la memoria con la idea que cada uno guarda de las vacaciones. Este tramo del año que cuando empieza rebosa optimismo, tan prometedor, sin exigencias ni culpas, termina con una devolución donde no faltan la nostalgia o la menudencia de nuestro papel en el universo. Recordar también es construir el pasado, moviendo puntos y comas, cambiando nombres y adjetivos que, como sedimentos, van creando una geología íntima, y edifican secretos o sepultan ausencias.

Después de este verano no sé si veré más claro, pero tengo la certeza de que me trataré con más indulgencia cuando la inseguridad o la duda se presenten sin avisar. Me las llevaré de paseo, sin prisas, y juntas buscaremos una sombra donde arreglar las cosas. Recuerdo aquellos versos de Pessoa que decían: «Hay sólo una ventana cerrada y todo el mundo afuera; y un sueño de lo que se podría ver si la ventana se abriera, que nunca es lo que se ve cuando se abre la ventana». Insistimos en verlo todo claro, como si fuéramos una pantalla de plasma que además debe anticiparnos el próximo capítulo, y quisiéramos amordazar la emoción que habita en el cerebro primario para que no interfiera en el discurrir racional de nuestros córtex y neocórtex.

La emoción y la razón deberían ser una pareja bien avenida; la primera es el motor, el carruaje con alas que nos hace despegar, y la segunda es el controlador aéreo que decide la hoja de ruta de la travesía. Al principio desconfiamos del tejido reticular de la vida, hasta que cualquier banal coincidencia nos hace decir «el mundo es un pañuelo», aceptando al momento esa especie de fatum mágico, el misterio que nos rodea. Por aquí vamos recogiendo; los folios, las velas, los insecticidas, los CD de Chet Baker. En el equipaje van entrando todos esos libros, los leídos y los que permanecen intactos tal vez aguardando al próximo verano. Me cuesta desprenderme de ellos porque a menudo abro sus páginas al azar y encuentro justo la idea que andaba buscando. También voy metiendo en las maletas recuerdos de los personajes que me han acompañado este mes, tanto los que habitan en mi imaginación como los de carne y hueso. Y al final, entre los zapatos y los sombreros, voy a doblar ese otro yo que ha escrito este diario a medias. Me empezaba a cansar esta otra que se hacía pasar por mí, día tras día tecleando, yo que llevo tantos años escribiendo pero la tercera parte de las veces sólo lo hago en la cabeza. Ella es un personaje más, que como Cristobalina, Mr. Wrong o Constanza continuarán haciéndose preguntas. A veces le pedía que callara, que me dejara neuronas vagas para dormitar en la tarde. Pero entonces corría a contarme los cien colores del atardecer o el vuelo de una cometa. Ella y sus personajes saben que en vacaciones la vida también puede pasar por encima de uno: un desamor, un despido, la muerte que no entiende de paréntesis. Hoy hemos convenido que empezaran a reconstruir todos los instantes felices de este verano y que me dejaran en paz al atardecer. Como no callaban, he cerrado las maletas con candado.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *