«Se está empezando a notar el regreso, en la M-40 hay tráfico, pero Gallardón ha reabierto las tres líneas de metro en obras, una bendición». Es chocante encontrar a un taxista que no echa pestes del alcalde, que no escucha la Cope y cuyo vehículo no huele a pies. No hay vuelta atrás: optimismo y un digno ambientador. Miro hacia arriba. En el código lingüístico, gran parte de las emociones se transcriben con signos de admiración. Pero ignoro cómo plasmar este escalofrío que me recorre la espalda al reencontrarme con el cielo de Madrid. Tal vez no necesita signos. Sólido, nada distante, cae encima de la ciudad como una bóveda, un decorado. Es un cielo quieto, sin baile de luces; azul absoluto. Los griegos llamaron Thaumas (maravilla) al dios de las nubes, que les producían tanta admiración. Las emociones crepusculares, como la melancolía o la añoranza, despiertan un deseo, que puede ser noble o innoble, una tortura o una liberación. Un recuerdo-deseo se puede transformar en proyecto, resurgir de la nostalgia.
En el barrio está cerrada la pescadería y el bar de Benito. Entro en la librería Antonio Machado y compro un libro curioso: Marguerite Duras conversa con Xavière Gautier, una entrevista para Le Monde que fue vetada. Duras es prodigiosa, en el equipaje guardé frases suyas que me alumbran. A partir de mañana, con ella (y con el Runrún de Quim Monzó) reemplazaré a Calvino, de quien anoto la última cita: «El mundo está lleno de gente que quiere escribir, y tal vez incluso escribe, y tal vez incluso publica, pero son cosas hechas sólo a fuerza de voluntad, y no quedará nada de ellas». Pues eso.
Me abre mi vecina, Rose, que me ha regado las plantas y me informa de que en mi casa vive un lagarto, que se ha instalado con gran profesionalidad en la despensa, aunque a menudo visita el trastero y el pasillo. Le pregunto por su tamaño. «Unos diez centímetros». Y Rose, en sus convicciones más naturalistas, añade que es una bendición, porque se come a los insectos. Me pregunto si debo inaugurar mi rentrée conviviendo con un lagarto. Es una opción inquietante, tal vez recomendable para la depresión posvacacional, ahora que se retrasará nueve días el otoño. Una ojeada al correo y una carta sin remite: «Querida J. Te he estado leyendo este verano, y a pesar de la broma pesada de llamarme Mr. Wrong, has contado bien mi vida, aunque hay algo importante que tengo que decirte: tú y yo nos conocimos hace muchos años… ». Miro el equipaje, el lagarto no ha podido abrir el candado.
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