«No es fácil contar que has tenido por pareja a un hombre que intentó matarte», me confiesa mi vecina Constanza. Cuando un ser humano va a dar el paso de abrirse, de confiarte un fragmento de su intimidad, el aire parece cortarse, y no sabes qué cara poner; es una responsabilidad que te elijan como interlocutor para compartir un agujero negro. A mí sólo se me ocurre actuar desde el sentimiento, sin disfrazar las emociones. Voy escuchando su relato: la permisividad con la que se fueron instalando las palizas en su vida, los vejatorios encierros con candado, la soledad de pensar que al fin y al cabo él tenía razón: una colilla en un basurero. La biografía de una historia de malos tratos no se inicia cuando se produce la primera paliza, sino que esconde las primeras señales hasta borrarlas bajo los mantos de una cultura que continúa representando el machismo como un chiste gracioso. Constanza me cuenta que durante mucho tiempo ha tratado, en vano, de encontrar el detonante de lo que ocurrió, «he llegado a una conclusión: soy una superviviente, pero no quiero volver a oír hablar de amor». Reflexiono acerca de las oscuras estructuras de nuestra sociedad bajo las que siguen muriendo tantas mujeres —46 víctimas en lo que va de año— asesinadas por el hombre que supuestamente las amó. Utilizaron la violencia como sistema de control administrado con la legitimidad de quien se siente propietario del cuerpo y la mente de su pareja. Y creo que estamos lejos de derribar las persianas de hierro, ajenas a los valores democráticos, tras las cuales se sigue considerando que la relación entre un hombre y una mujer es privada, incluyendo el abuso de poder. Se calcula que dos millones de mujeres sufren hoy malos tratos; gracias a la ley Integral de Violencia de Género han crecido las denuncias, y las órdenes de alejamiento, pero no es suficiente.
El día 5 de agosto Vanesa, de 25 años, murió en el hospital de Getafe, donde había permanecido un año entero en la UVI a causa de las quemaduras que le provocó su pareja con un líquido inflamable. Durante todo este tiempo no dejó de luchar por sus dos hijos; para decir sí o no, cerraba y abría los párpados. Como Constanza, tenía que ser sumisa y culpable; no pudo salir del círculo vicioso de la dependencia ni del terror. Sí, hay días que se desparraman, y tan sólo abrazas la idea de que mañana amanecerá de nuevo.
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