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Cuando menos te lo esperas

Su mujer y sus dos hijos se mataron en un accidente de tráfico. El coche iba rápido, los niños sin cinturón, la oscuridad cubriendo el horror con su capa. Identificó los cadáveres a las cinco de la madrugada y la palabra dolor se le empezó a quedar pequeña. Sin saber muy bien cómo, compró un billete, dejó su cargo de profesor invitado en Harvard y se largó a su pueblo, que no pisaba desde hacía treinta años. La noticia corrió en seguida, y la gente, las pocas veces que lo veía pasar, lo miraba como a un fantasma. Sus padres habían muerto hacía tiempo, una prima segunda se encargaba de llevarle algún tupper con puchero o carne encebollada. El duelo es traidor, endurece y barre la sonrisa, se sujeta con el lenguaje del cuerpo, que se disocia de la cabeza y ésta se refugia en una sensación de irrealidad, como cuando te despierta un teléfono y no sabes si suena dentro o fuera del sueño.

Me contó que durante más de un año no encendió la tele ni el ordenador. Tampoco escribió y apenas habló por teléfono. No le tenía miedo a la muerte sino a la vida que contiene la muerte. Una noche soñó que era Joseph K, el personaje de Kafka, cuando en pleno proceso siente que la espera es inútil y el comerciante le dice que lo único inútil es intervenir en la espera. La lógica se había invertido, no es la culpa que busca el castigo sino el castigo que busca la culpa. Él, como Joseph K, no podría descansar hasta que hallara una razón que explicara su condena. Pero al anochecer se le rompía el silencio, cuando los vecinos sacaban las sillas al fresco y su cháchara, que se filtraba tras persianas echadas, lo conducía a los territorios de la infancia; era el único rato de benevolencia del día.

En ningún momento quiso anestesia, le dijo a su amigo médico que no tomaría ansiolíticos porque reivindicaba la tristeza, un valor molesto que esta sociedad apenas permite y aspira a neutralizar con una pastilla. No se permitía ninguna excusa, sino motivos, y éstos lo empujaban al núcleo de la conciencia, un cuarto oscuro habitado por la incomprensión pero a la vez el único lugar donde pensaba que podía reconvertir su dolor en conocimiento. Se lamentó de haber vivido siempre de espaldas a la muerte, como hacemos la mayoría, y a pesar de haberla abordado en sus clases de crítica literaria nunca la contempló más allá de su simbolismo.

Que sus orígenes anclaran en un pueblo de frontera era la única certidumbre aceptada por su voluntad, que en general carecía de poder y de arraigo. La tolerancia que despliegan los habitantes de aquí, de estos pueblos que se van acercando al Estrecho y muchas mañanas ven África tan cerca que casi pueden tocarla, lo calmaba. Se aficionó a pasear por la playa, a 28 kilómetros de Tánger, a deambular como un loco cuerdo que se pelea con el sinsentido de su existencia. Mr. Wrong, el profesor, me preguntó si había pensado que las etapas de la vida son como trajes que vas cosiendo con harapos. Le respondí que la vida es mucho más fuerte que la muerte, y que disponemos de un gran repertorio de disfraces y máscaras para entretenernos hasta que cuando menos te lo esperas, encuentras aquello que estabas buscando. El sol acaba saliendo, ya lo dicen en el pueblo, después de una tormenta de viento llega la brisa tan pancha.

(La Vanguardia)

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