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Con la boca pequeña

Cristobalina, la masajista, se tomó dos copas antes de llamar a su madre. «Mamá, te voy a dar una mala noticia —le dijo—, pero antes que nada piensa que podría ser mucho peor; me han despedido». Al otro lado del teléfono, el agua dejó de correr, su madre debía de estar lavando los platos. «¿Cómo?», preguntó con un hilo de voz. Le contó que su jefe, con la cara muy roja y la barbilla afilada, le había soltado lo del divorcio: «Sí, esto es como un divorcio, tiene una parte dolorosa, pero te comunico que cerramos esta etapa. Tienes un cuarto de hora para abandonar el centro».

Tal vez eso fue lo que más la alteró, la humillación de no concederle ni un día de gracia, que sus compañeras no pudieran prepararle un regalo de despedida, que no hubiera podido mirar largamente a los ojos a nadie, aliviando el vértigo que se abría de repente, como un puente quebrado, suspendido en medio del vacío. A su madre tan sólo le dijo que encontraría algo en seguida, que se trataba de una cuestión personal, de una injusticia, y que buscaría un abogado. Aquella noche no pudo dormir. El hecho de no tener que levantarse a las ocho ni de romperse la cabeza pensando qué chaqueta causaría mejor impresión le producía pavor. No tenía que anotar el día por delante. No tenía día. Abrió la ventana y contempló la noche, pensó que hacía mucho de la última vez que olisqueó la calle mirando al cielo; una sirena de ambulancia se deshacía en mil ecos lejanos. ¿Quién era ella?, ¿quién diría que es ahora? Ya no tendría conversaciones interesantes con mujeres que venían de San Petersburgo o iban a Singapur, ni perfumaría aquel hammam tan exquisito con esencia de ámbar, ni tendría un fijo mensual para pagar la hipoteca. Se iba sintiendo seca por dentro, como una llanura parda a medida que enumeraba lo que más echaría de menos.

Me llamó a las nueve de la mañana para cancelar nuestra cita, pero logré convencerla y quedamos para tomar un café. Que te despidan es lo más parecido a que te dejen, le comenté, tan sólo que el ultraliberalismo ha hecho posible que en Occidente sea más fácil encontrar un buen trabajo que una buena pareja. Se rió, y me explicó que ése no era el problema. Y la comprendí, porque a mí una vez también me despidieron, y lo primero que se te pasa por la cabeza es que te sientes una especie de delincuente. Al principio el teléfono suena, con mensajes de ánimo, algunos sinceros y otros envenenados, hasta que un día deja de sonar, y lo que más importa entonces es la carrera de fondo. Siempre hay otra cosa. Y en muchas ocasiones es infinitamente mejor, no la cosa, sino tú frente a la cosa, como si hubieras ascendido un escalón en tu propia ética personal. A las mujeres de nuestra generación nos inocularon el gen de la independencia y de la realización profesional. Pero aún lo tenemos negro. Cobramos un 30% de salario menos que los hombres, miran mal a las que se piden un permiso de lactancia, y excepto mis amigas funcionarias, que van a golpe de nota, el resto lo tienen difícil para ser promocionadas. Lo peor es que de todas las conquistas pendientes tenemos que hablar con la boca pequeña, porque el tema de la igualdad aún resulta un asunto enojoso. El 70% de los pobres de la tierra son mujeres.

A las tres de la madrugada, Cristobalina volvió a llamar a su madre: «Mamá, me he quedado sin yo».

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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