Su corriente remueve la arena arrastrándola con ímpetu hasta convertirse en un viento arenoso que impacta en los cuerpos y cubre los objetos, se cuela en los oídos y hasta en las raíces del pelo, y golpea el agua creando aristas briosas entre las olas. Como en la mayoría de las mistificaciones sobre los vientos, la cultura popular le atribuye efectos psicológicos. Dicen que altera el ánimo, y que puede producir jaqueca o ensimismamiento. Y como la tramontana, aseguran que marca el carácter y configura la idiosincrasia de los habitantes de Tarifa, Zahara o Vejer. El aire agitado, su zumbido, y esa ensoñación que pasean los pescadores en el mercado de abastos configura una postal de extremada belleza. O a mí me lo parece. Nada tiene que ver con el canon occidental que tipifica la belleza en lugar de universalizarla, confundiéndola a menudo con el lujo y la exclusividad, o con el metro ochenta, y el 90-60-90. Los estereotipos siguen gobernando; no sé si explica que España sea el segundo país del mundo, detrás de Brasil, donde se realizan más operaciones de cirugía estética.
Es un buen tema para conversar con Mr. Wrong, el hombre que me recuperó en la playa, al inicio de las vacaciones, mi libro subrayado de Calvino; un tipo con pinta de vagabundo alcoholizado —lo que son las apariencias— y que a pesar de parecer primo hermano de Keith Richards, resulta que es profesor de literatura, y especialista en la relación entre locura y creación. Me invita a un juego. «En cinco segundos define levante», «un viento maniaco depresivo», respondo, «bien, ¿y pereza?»: «una gamberra; la transgresión de la voluntad». «Afirmativo», asiente, como radio taxi. «¿Y belleza?», «una pausa en el tiempo». Falso, contesta, y me dice que es un estado que reside en el espíritu, que no «A ti que te gusta tanto Calvino, debes saber que una de sus mayores influencias fue la de Edgar Allan Poe, quien hacia 1850 se empeñó en crear una especie de laboratorio para aislar la belleza en su poesía, y oponía belleza a verdad». La belleza reside en el espíritu, no son tanto unos ojos sino el brillo de unos ojos. Y eso pertenece a los mundos interiores. A pesar del empeño humano en eternizarla, la belleza es efímera y se desvanece como el levante, cuando llega el poniente.
A principios de los noventa, conocí a Yves Saint Laurent, entre los bastidores del hotel Intercontinental de París, después de un desfile de alta costura. Por entonces, corría el rumor de que estaba muy enfermo, y de que al final no aparecería. Pero allí estaba, con su esmoquin blanco y su sonrisa torcida. Al terminar el pase, entramos en el backstage para palpar las telas, minuciosamente, como hacían las modistas de mi pueblo. Al saludarlo, me cogió la mano: «Mademoiselle, lo más difícil y lo más bello siempre es lo más sencillo», y no me avergüenza confesar que la emoción me traspasó, al igual que hoy, mientras las barbas del levante desvanecen cualquier intento de aislar la belleza.
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