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Aceite de macadamia

La gente pasea su desnudez por la orilla, al revés del protagonista del cuento El traje nuevo del emperador, que narra como un monarca, en su ciega vanidad, cree ir cubierto por los mejores ropajes pero en realidad va desnudo… Barrigas, pelos, pechos, tatuajes y pies avanzan por la orilla con determinación, como si fueran vestidos. La relatividad. ¡Qué poco pesan los complejos y sus mitos a cambio de un poco de sal y sol! En mi playa veo a mucha gente que se muestra encantada de exhibir el gimnasio y la mesoterapia de todo un año. Se cuidan. Hoy Cristobalina me ha dejado de piedra. Me ha contado que es muy importante limpiarse cada día la lengua con una cuchara de acero, lo dice Swami Joythimayananda y lo declaró este año en la contra de La Vanguardia. Sostiene que así abrimos más los cinco sentidos. Lo haré, no me cuesta nada; las drogas del siglo XXI son la comida, el vino y parece ser que limpiarse la lengua con una cuchara.

«La playa cansa», oigo decir a menudo, y todos parecen creérselo. A mí se me antoja como un comodín, otro tópico del verano, que vale para todo como excusa. Cansa trabajar y cansa no hacer nada. Cansan las rutinas, tanto las de invierno como las de verano, a menos que hayas conseguido avenirte con ellas hasta encontrarles el punto y recibir esa especie de satisfacción, nada subversiva, de cumplir con un cierto orden que te da seguridad, siempre que lo elijas libremente. Me gusta seguir las rutinas, de la misma manera que me gusta romperlas.

Constanza, mi vecina de verano, no tiene ningunas ganas de romper las suyas. «Me da pereza volver a empezar», me cuenta, acercando su toalla a la mía. No quiere revisar su última relación, diseccionarla para reducirla a un esquema que pueda curarle su desengaño. Dice que no vale la pena recordar aquella secuencia de nudos en el pecho, distancias, mensajes incomprensibles, palabras equivocadas… Prefiere que sea como un fantasma. Hace ya cinco años que se separó y aún hoy le abruma pensar en todos esos hombres sin rostro y sin nombre que podrían rodearla con sus brazos. ¿Quién entre todos ellos? ¿El destino? ¿Pura chiripa? ¿Qué te encuentras a un hombre en el súper y te invita a tomar café? «Tonterías», repite. Le produce cansancio pensar lo que vendría primero y lo que iría después: «Las llamadas de teléfono, sus amigos, mis amigos, un viaje, el primer día malo, los silencios, el undécimo día malo, las depilaciones más espaciadas, los besos más espaciados, las palabras que no salen, la tristeza por identificar, el sexo como rutina, la rutina como expresión de lo que creíamos que era amor». La intento convencer de que no siempre va mal. Que en ocasiones unas minúsculas partículas, como átomos, chocan entre mil y una posibilidad de chocar, y entonces se produce el milagro, la certeza de que la vida a cuatro manos, como decía Benedetti, es más rica que a dos. O las dos soledades que se inclinan la una a la otra, y se protegen, se acompañan, se limitan; qué moderno era Rilke, anticipó el living apart together. Entiendo que haya escépticos, como Constanza, heridos por un tipo de desamor que marca al fuego.

Sólo se me ocurre untarle la espalda con mi aceite de macadamia y desear que el atardecer cambie la luz. A las diez, el mar está partido en dos colores, tinta y plata, y el techo oscuro del horizonte no logra cubrir las franjas de rojo y amarillo que dejó el sol mientras se desintegraba. Constanza se mete en el agua.

(La Vanguardia)

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