27 DE SEPTIEMBRE
Joana Bonet
Faltan cinco minutos para que la enfermera del turno de noche me traiga el último calmante. Los telediarios han anunciado que un anticiclón se extiende por el centro de Europa y que hay una fuerte borrasca en el oeste de Noruega. Noruega, repito, como si fuera el título de una película fría. En el Mediterráneo, los vientos del este seguirán arrastrando humedad por lo que aún no cesará el periodo de tormentas. Ha llovido toda la semana fuera de esta habitación, aquí dentro encendimos unas velas. No hay lugar para la melancolía. En este mismo instante, en la Universidad de Mississippi están probando por enésima vez los micrófonos que acabarán recubiertos del aliento de McCain y Obama. El transistor que tengo en el baño, apoyado en la bolsa de compresas de algodón –sin alas- atestigua que el primer debate entre los candidatos a presidente de Estados Unidos es lo más destacado que va ocurrir esta madrugada del sábado 27 de septiembre. Las noticias esconden la vida de cada día, las cucharillas que a esa hora estarán removiendo una infusión en millones de dormitorios, las 00:20 horas. El mundo se agita como una alforja vacía, sacralizando su crisis, pero en la habitación 283 de esta clínica la sutura de la cesárea tira de mi cuerpo partido en dos. Mi hija Vera tiene cinco días. Cinco días sin apenas asomarme al cuadro azul de la ventana por donde se adivina el mar rizado por los vientos del Este. El mundo de afuera se me antoja medio anestesiado como mi cuerpo. Qué lejanas parecen las calles vecinas, la medianoche del viernes asomando sus narices perfumadas y listas para bailar. La ortopedia médica neutraliza los fantasmas de la realidad. Ahora sólo importa la subida de la leche, amamantar a esta boca perdida que ha sido arrancada de mi útero. No sentía el dolor pero no lograron anestesiar mi sentido del tacto. Notaba cómo agarraban mis músculos con los guantes de látex y los apartaban de su camino. Estaban concentrados. Había un silencio de quirófano irreal; nada que ver con la cantidad de sonidos que reúne un parto natural. La hoja del bisturí rasgaba mi tripa como si no fuera mía, despegada de la cabeza, desconectada del cerebro. Me sonroja mi propio recuerdo, con aquel humillante gorro y una bata de papel azul. No podía rezar. En todo caso nombrar a Dios. Y luego a mi padre, y a todos mis muertos, y a las palabras para que me dieran cobijo. Dije mar, libertad, bonita, mamá, Lola, luna, paz, certidumbre, seda, agua, otra vez mar, no recuerdo más…palabras en voz baja y al azar mientras cortaban en busca del botín de mi útero. Vera.
Cinco días sin tomar una sola nota ni abrir el ordenador. Apenas un pitillo en la noche, encerrada en el baño y con una vela de vainilla para simular el olor. Las enfermeras me llaman mami. Y a T. papi. Está en el protocolo: los huéspedes de la planta 7 pierden su nombre al entrar en estas habitaciones y se convierten en papi y mami. Debe de haber parejas, como la nuestra, que se miran sofocadas ante ese grado de confianza de las enfermeras, jugando a papás y a mamás, o como si fuéramos habitantes de Liliput. La Sra. Bonet ahora es mami. Y a mami se la riñe por levantarse demasiado, o se la tranquiliza porque el llanto del bebé tan sólo es llanto. No hay lugar para la nostalgia ni para el sentido del ridículo en esta habitación que abandonaremos dentro de doce horas. El mundo de afuera ahora me produce vértigo. La miro y pienso que viene de lejos. ¿De dónde vienes tú, Vera? Tiene un sueño largo y antiguo, respirar cansa. Cojo el libro que leí hasta la mitad la noche del parto. No podía dormir, tenía el corazón agitado, la sangre drogada, el instinto feroz. Aguardaba el amanecer, la hora en que las enfermeras traerían al bebé desde la nurserie, sí, en francés…en las clínicas catalanas a la sala donde chequean y guardan a los recién nacidos se la llama nurserie. Cursilerie.
Escogí la primera novela que escribió Henry James, “Guarda y tutela”, un exquisito culebrón capaz de abstraerme de un insomnio extraño, bañada de oxitocina y adrenalina, ¿quién puede dormir después de parir? “Roger Lawrence había ido a la ciudad con el propósito de llevar a cabo un acto concreto, pero a medida que se acercaba la hora de la acción sentía cómo su fervor se desvanecía súbitamente. En realidad, desde el principio había sentido poco de ese fervor que nace de la esperanza…”. Así arranca el libro y la lectora a quien acaban de practicar una cesárea dice: “como a mí, muchas veces me ha ocurrido que cuando se aproxima un acto, se evapora la energía que me ha conducido hasta allí porque ya sé que después de aquello, nada habrá cambiado”. “Ahora es distinto”, se dice la lectora. Sólo cabe la esperanza para iluminar esta habitación fruto de un sangrado de futuro. La sangre, la leche, duermo.
A las seis de la mañana traen a Vera, con media hora de retraso. Son dos enfermeras gordas a quien T. detesta. Hablan muy alto. No soporta que le llamen papi ni que traigan a la niña llorando y con retraso. Su cuna es transparente, una bandeja de metacrilato encima de unas patas metálicas. A un lado, una tarjeta rosa pegada con celo: Vera. 22.9.08. 3.250 kilos. La segunda noche fantaseé con que la cambiaban. De pequeños todos pensamos en un instante sombrío que éramos adoptados. Cuando somos padres pensamos que nos cambian a nuestro hijo, o que se lo llevan porque es el bebé más hermoso de la nurserie. Es preciosa y diminuta. Abre la boca con desesperación, bienvenida al reino de los mamíferos. En esa habitación ahora vivimos pendientes de la leche. Los misterios del líquido amarillento que brota de mi pecho y gotea de madrugada mojando las sábanas, el raso arrugado y húmedo de mi camisa. La ventana va diluyendo la negritud y la primera luz del día entorna las copas de los árboles. Se adivinan el mar y una nueva vida. Deberé atesorar los escasos momentos de intimidad, y me entra vértigo. La cuna en un dormitorio en cuarentena donde el sexo es una dulce evocación y las gasas aún ensangrentadas te recuerdan de dónde vienes. De un ombligo. Esa es la sala de conexiones del cuerpo, también las alas, el vínculo con el más allá de la biología.
La radio del baño anuncia un grado bajo cero en El Pas de la Casa. Mientras permanezco cinco minutos eternos con una mascarilla desincrustante para que me desincruste el olor de la clínica informan que el debate de Obama y McCain duró 90 minutos y que hablaron de Afganistán, Irak y España. Los españoles, entremedio de un debate para la presidencia de los EEUU, siempre tan originales. El comentarista dice que McCain no miró a Obama, y le sonrió con desprecio mientras despreciaba a España. “Usted no sabe distinguir entre táctica y estratégica”, le dijo el que mientras corrijo estas líneas es ya Presidente electo de los Estados Unidos de América. Me alegro de que a Obama le hayan llamado poeta. Que mantenga un idilio con las palabras y siempre intente encontrarles buen acomodo en su paladar. Es desgraciado un político que necesita de un logopeda. También el que en lugar de hablar, empuja el lenguaje que quiere permanecer acurrucado en el papel, avergonzado por su arquitectura enclenque.
Café con leche, biscote, mantequilla y mermelada. Durante todo el embarazo de nuevo he tomado mantequilla. Es magnífico el sentimiento de indulgencia que te ilumina durante la gestación, la sensación de poder traspasar el límite y aparcar ciertos pequeños sacrificios. La mantequilla es un alimento blando y envolvente, tiene algo de líquido amniótico, te sacia y trae el aroma de los periódicos junto al café. “La crisis obliga a Solbes a presentar el Presupuesto más austero de la década”, dice la portada de El País. La psicosis del hundimiento se extiende por todos los rincones del papel. La prensa; ya han anunciado su fecha de defunción, en 2043. Los periódicos tienden a desaparecer. Cuento con los dedos de la mano, ya estaré muerta. No sé si hará falta reciclarme y reubicarme en otro oficio, empezaré mi blog. Quería llamarlo “Frío en los pies”, pero me dijeron que así se titulaban las memorias de un presentador de televisión. Me sentí idiota, cada vez me hiere más mi falta de talento, el lugar común, las ideas descalzas que se apagan en su precariedad. El blog se llamará “Cuatro letras”. Desde mi infancia, no ha habido día en que no haya escrito cuatro letras. Siempre sin importancia. Escribir sobre lo cercano y lo pequeño como metáfora de un mundo en miniatura. Dice George Perec que hay que interrogar lo habitual, lo infraordinario: “¿Cuántos gestos hacen falta para marcar un número de teléfono? ¿Por qué no se encuentran cigarrillos en las tiendas de alimentación?” No quiero perder el asombro. T. me trae café fuerte. T. siempre huele maravillosamente bien, maravillosamente a café.
Recogemos las cosas. Dejamos las flores. Hemos terminado odiándolas. Nos mataba su olor, docenas de ramos en la antesala de la habitación con una recién nacida. Sacamos los centros al pasillo, los regalábamos a los familiares que venían de visita. Mi madre se encargaba del reparto llena de felicidad cuando descubría alguna variedad rara. Le encantan las flores, creo que les habla. Mandó un centro a la iglesia del pueblo y logró asombrar a las vecinas. Adoro la capacidad de asombro que tiene la gente del pueblo, que nada tiene que ver con la incultura, no, es la capacidad de disfrutar con aquello que escapa de la rutina. Les regalamos a las enfermeras gordas una caja de bombones. Somos hipócritas que lavamos nuestra mala conciencia con unas trufas al licor. Nos vamos contentos pero inseguros. Salimos al mundo de afuera, nosotros dos y nuestra hija. Tendremos que acostumbrarnos a decirlo: nuestra hija.
Vera y su primer rayo de sol. Le produce una risa refleja y nos sentimos inmensamente felices. Son las once de la mañana y en el coche suena un tema de Café del Mar. El coche es un chill out. La mañana se engrandece bajo un cielo empastado de acuarelas azules y blancas. T. lleva “Agua de iris” de Prada. El saxo me produce una sensación de normalidad, de que gran parte de mi vida será como la de antes, seguiré escuchando a Coltrane y a Chet Baker, comeré pan con tomate, leeré los periódicos de noche, en la cama, y me cepillaré los dientes en la ducha. También seguiré persiguiendo la soledad, y eso me da más miedo. Aislarme, encerrarme en mis monólogos interiores, en mis ensoñaciones durante las cuales no tolero el ruido del aire acondicionado ni la pelota de tenis.
Mi hija Lola nos espera para desayunar. Desayunamos otra vez, ahora huevos. En la casa hay un aire de novedad, y me acuerdo de cuando era pequeña y mataban al cerdo. La casa se llenaba de gente, en la cocina cuatro ollas. Olía a carne hervida y a sangre fresca. Todo estaba cubierto de trapos blancos, inmaculados, sobre los que colocaban las partes del cerdo. Nos encantaba observar a la trituradora de carne, cómo iban saliendo aquellos tirabuzones rosas. T. y yo dejamos al bebé dormido con mi madre y vamos a la playa. Tenemos que andar apenas quinientos metros. Me imagino que estoy aprendiendo de nuevo a andar, mientras noto los pinchazos en la sutura. Cuando hago un mal gesto siento una descarga eléctrica, tal vez parecida a la que esté sintiendo en este momento Lola, diez años ocupando el centro de mi universo. Ha querido comprar un juguete para el bebé. Es la única que se ha acordado de poner un sonajero cerca de la cuna. El mar parece otro mar después del parto, como si las crestas rizadas de las olas hubieran logrado acariciar el horizonte y regresar hasta la orilla. Una pareja nada a contracorriente. Es el mensaje que me manda el mar, sin botella. Bracean y gritan, jadean, se abrazan. Cuando salen del agua T. me dice “qué bien se lo han pasado”. Sonreímos y admiramos sus carnes bronceadas que tiemblan de alegría, todo tan sencillo, en la playa somos cuatro.
Después de comer me voy a descansar media hora, antes de enchufar de nuevo a Vera en mi pecho y vigilar que no se atragante. Pienso en sus cacas y en la fascinación que me producen. Existe un protocolo sobre las cacas: primero de meconio, después de transición, ahora de lactante. Amarillas, cremosas, con su olor a leche y a ternura. Se lo comenté anoche a T. y se rió, menuda extravagancia, dice que él huele a caca y punto. Cuando estoy sola con Vera huelo sus pañales como si se tratara de un pañuelo perfumado. Leo otro trozo de periódico. Meryl Streep en el Festival de San Sebastián, y me veo a mí misma, apenas dieciséis años, la primera vez que un chico me dijo que me parecía a Meryl Streep. Me lo han seguido repitiendo a lo largo del tiempo: “Meryl Streep de joven”, matizan. Enseguida aprendí que parecerme a ella significaba que la personalidad estaba por encima de mi atractivo, y que los huecos de la belleza los tenía que suplir con otras virtudes para lograr que mi mirada brillara, que la fe en mí misma se estampara sobre mi sonrisa como un imán para atraer a los admiradores de Meryl Streep y de su escuela de mujeres. Se me cae el cenicero encima del sofá. Siempre me ocurren este tipo de cosas, pequeñas catástrofes domésticas por no tener en cuenta el mundo de los objetos. Estoy demasiado absorta en mi cabeza y en la historia que escribe de forma imaginaria el lápiz del pensamiento como para calcular la estabilidad del cenicero o para cerrar bien la botella de agua. Me mojo el pantalón y me río porque no es una situación nueva, ni un estúpido accidente. Sé que es algo más que tiene que ver con el interruptor interior que tengo desconectado y que nunca he logrado encender cuando hace falta. Es un lastre antiguo. Seguramente, igual que la mancha que se esconde detrás de un cuadro, mi torpeza doméstica esconde la fragilidad de mi estructura mental y mi grado de inmadurez. Las personas maduras no dejan que una botella de agua de plástico se abra dentro de su bolso, ahogando su móvil y mojando el dinero.
Han colgado las cortinas. Estoy contenta de haber logrado adaptar esas viejas cortinas venecianas que tuve durante ocho años en el piso de Las Salesas. Cada casa te hace diferente y sin ninguna duda yo ya no podría ser la que vivió allí, soy otra y he colocado la cama, el sofá y el escritorio de forma diferente. Los espacios que un día colonizaste te dejan una formidable herencia, aprendes de la disposición de los muebles y de la altura a la que tienes que colgar los cuadros. Te dices, “en mi nueva casa no colocaré fluorescentes sobre los espejos del baño”. El caso es que cuando me dijeron por primera vez que me parecía a Meryl Streep no entendía el lenguaje de las cortinas. Algunas amigas mayores me hablaban de las excelencias de sus telas y yo recuerdo que me dolía la cabeza y me quedaba sin palabras. Hoy puedo decir que me siento tan satisfecha de haber aprovechado unas cortinas viejas para la casa nueva como de haber terminado un artículo para el periódico. Y luego dicen que siempre somos los mismos.
Vera llora. No es un llanto húmedo, con lágrimas. Son pequeños alaridos, en cadena, que no cesan aunque la tengas entre los brazos, la muevas o le cantes. Sólo se calma si come. T. quiere que respetemos el horario, cada tres horas, yo me quiero esconder debajo de la cama ante ese llanto interminable. Le digo que le daré el pecho. Lo hago cada dos horas, hora y media, hasta que pierdo la noción de mi cuerpo, semidesnuda, sentada en esa butaca con la mirada perdida en el sueño que me vence. Es el cambio de aires, nos decimos, no en vano somos padres maduros. Pienso que mi leche no es buena, que no la sacia. T. me dice “mañana llamaremos a la pediatra” e inexplicablemente, sin saber por qué, mientras el sábado agoniza y aún está fresco el recuerdo de la ventana de la clínica por donde el mundo de afuera permanecía anestesiado, me siento muy pequeña. Una miniatura con camisa de raso y un bebé en brazos incapaz de luchar contra su dolor, impotente frente a la trama del azar que tiene escrito nuestro destino. Las lágrimas brotan de mí igual que una ducha caliente, arden. Siento alguna pieza a la altura del pecho rota en pedazos, como cuando se te rompe un vaso y te entran ganas de llorar. Mañana continuará el anticiclón, moderadamente fuerte.