«El lujo hoy se ha espectacularizado, se ha convertido en un fenómeno de masas», me contaba hace pocos días Gilles Lipovetsky en Madrid. El sociólogo acompañaba sus reflexiones con algunas cifras simples: en 1997 tan sólo había dos tiendas Louis Vuitton en el mundo, hoy hay 445. Y en el caso de Dior, de 22 a más de 200. De una pequeña tienda de exquisitos curtidores milaneses, en Via Montenapoleone, Prada ha pasado a ser la contraseña para una manera de entender la vida. ¿Qué ha ocurrido en sólo quince años? Las nuevas multinacionales del lujo encargan edificios a los arquitectos más pritzkerados y patrocinan exposiciones en los grandes museos. Todo ello, a fin de universalizar su marca con sofisticados equilibrios: al aumentar la producción banalizan su exclusividad, y para compensar la dotan de exquisitos modales florentinos. Detrás del producto hay una marca, un mito, pero lo que en verdad hace temblar las hojas de cálculo es proveerlo de alma: la inversión en marketing.
Aunque su brillo resulte obsceno frente a la precariedad y la lista de parados, difícilmente hoy se puede abordar el lujo con el rechazo visceral al término por sus connotaciones clasistas. Porque el fenómeno de la distinción se ha extendido hasta los yogures premium; un lujo emocional más que material. Poseer un bolso, un coche o un perfume asociados a determinados valores de marca promueve la ilusión de ser condecorado con dichos atributos. Porque si el lujo influye en alguna percepción es en la del beneficio simbólico. Ahí esta la recompensa: estatus y estilo que, en un efecto puramente aspiracional, otorga. Cuando un hotel te da las buenas noches con una chocolatina en la almohada o un dependiente te ofrece una copa de champán, se percibe de qué manera la distinción es una metáfora de la condición humana: hacerte sentir especial. El nuevo lujo, a pesar de la crisis, asienta su reinado rehabilitando lo antiguo y montando un gran show para que su etiqueta penetre en el imaginario. Los multimillonarios de la lista Forbes seguirán comprando leyendas para abrir nuevas tiendas en Hong Kong y lograr que sus clientes, por un instante, se sientan más guapos y altos. Será sólo un instante, y probablemente nada tendrá que ver con la belleza del objeto.
Ke super envidia lo charlar con Lipovetsky, y desde ya, contigo.
El día que leí esa misma lista, me entró ese deseo revolucionario que generalmente aborrezco por inutil y contradictorio, pero en ese caso me transformé en lo que soy , un animal y no pude dejar de pensar, esto así no va. O sea, no sé bien como debe ir, como se puede encarrilar, pero quedó claro que poniendo todo a su disposición, lo único que han hecho es tomarlo integramente. Debo reconocer que en se punto me trabo, no presento ni un ápice de inteligencia, sólo podría brillar por un salto al cuello, un alarido descorazonado o una patada al latón. Joana, esos banqueros que después de jugar a la ruleta rusa con cabezas ajenas, presenten sus ganancias como havía Botín hace ahora dos años, y sean dueños de las casas de los que no pudieron hacer frente al pago, y además los tengan extrangulados con hipotecas, y amenazas, es tremendo, ¿ cómo puede ser legal?. Nada más lejos que abogar por el intervencionismo, peor esto es una locura.
Yendo a la otra arista de mi opinión, más acorde con el artículo, ya que en el anterior comentario me dejé llevar por los bríos de mis espuelas, creo que si bien hoy somos más proclives a carecer de ligaduras, de atavismos, el influjo de esa mimsa libertad nos permite ser gregarios de un modo más soez que cuando luchabamos por la diferencia, por la exclusividad del yo, y podemos reconocer la angustia, más que como un fenómeno que tiene lugar en la otredad, como un atributo propio.
Las señoras inglesas que visitaban las costas italianas finales del diecinueve y principios del veinte pusieron de moda los souvenires de los viajes. basados en sus antesesores que llevaban cuadros del Canaletto, vajillas inapreciables o algún que otro representante de la aristocracia italiana tardíamente empobrecida.
Hace no mucho en un galería muy exclusiva en parís me enteré de lo que es un perfume único, me dejaron olerlo con mucha amabilidad, pero en ningun momento me dieron precio.
Querida Joana
Yo debo ser extraterrestre porque lo que me gusta de Prada es el diseño y no el logo. Soy experta en comprar copias sin logo. Incluso copias buenas, en piel. No me siento especial porque me pongan una chocolatina en la almohada, salvo que me la ponga alguien que quiero.Lo demás es marketing, peloteo interesado. No me lo creo, ea. Así que, debo tener suerte porque como no tengo “pa” lujos, tampoco los necesito. Eso sí, un Prada, un Birkin, bien merecen una misa, como París aunque en mi caso me enamoren los diseños en sí, la belleza en sí y no el estatus.
Mil besos, guapa, cuídate mucho, mucho.